Aunque a los integrantes de la generación de la hamburguesa y los de la obsesión por la comida sana les parezca extraño, hubo un tiempo en que una ensalada era un complemento del plato principal, un poco a la manera de la lechuga, cebolla y demás que completan una hamburguesa convencional.

La gente pedía de primero un plato muchas veces “de cuchara” y de segundo carne o pescado (si no lo había pedido de primero), plato para el que, además, solicitaba una ensalada: “un entrecot con patatas fritas y ensalada”. Ensalada, por supuesto, básica y tricolor si era tiempo de tomate, que acompañaba a la lechuga y a la cebolla. Y nada más.

Pero a algún mesonero avispado se le ocurrió que podía servir una ensalada que “hiciera plato”. Y se puso a echarle cosas. Aceitunas, lo primero; pero eso no tenía consistencia, aunque tuviera hueso. Así que había que añadir contundencia: escabeche. Y, cuando no tenía tomate, color: rodajas de huevo duro, o directamente huevos duros cortados al medio, exhibiendo el amarillo de su yema.

He escrito escabeche. Sin más. Muchos me entenderán sin necesidad de añadir nada. El escabeche por antonomasia. Cuando uno pedía escabeche, o una tortilla de escabeche, todo el mundo sabía a lo que se refería: bonito en escabeche. En los demás casos se especificaba qué era lo que estaba escabechado: perdiz, sardinas, mejillones...

Escabeche y huevo duro son, o eran hace cien años, las señas de identidad de la ensalada castiza que los madrileños preparaban en la pradera de San Isidro, cuya festividad se celebra este año por duplicado por eso de caer ayer en domingo. La de San Isidro, a diferencia de las de San Antonio o la Virgen de la Paloma, es fiesta diurna; romería, no verbena.

Menos churros, pero más rosquillas “tontas” y “listas”. Y, cuando ir a la pradera era una excursión de un día, la ensalada. Con escabeche y huevo duro. Sin tomate: no los había a mediados de mayo, era muy pronto.

Decimos bonito en escabeche. Los del norte (todo el norte), y los castellanos, llamamos bonito al atún blanco, y de ahí no nos mueve ningún tratado de Ictiología. Es pescado veraniego en fresco, y protagonista de maravillosas conservas. El escabeche es una de ellas. El escabeche no es más que un modo de alargar la duración de los alimentos frescos, preocupación milenaria del ser humano.

Lo que pasa es que ese mismo ser humano, que en estas cosas no es tonto, siempre procuró que el método de conservación, ya puestos, resultase ser una forma muy apetitosa de preparar esos alimentos. Y, en general (piensen en el jamón, el salmón ahumado, el bacalao...) lo logró. Hoy se preparan escabeches para consumo inmediato. Y casi siempre están muy buenos.

Pero con el de bonito tengo mis problemas. Hace años frecuentaba la muy conocida cervecería madrileña Riaño, cerca de mi casa. Cerveza muy bien tirada, y variedad de pinchos. Mi favorito, los boquerones aliñados. El de la mayoría, el de escabeche. Unos hermosos tacos de bonito en escabeche.

Yo, con los atunes, tengo mis propias convicciones. Si hay que comerlo crudo (sashimi, sushi), pues crudo. Si seco, pues mojama, una delicia. Si en sus maravillosas recetas tradicionales (marmitako, a la riojana, encebollado...), en su punto, jugoso, pero ni sanguinolento ni estropajoso.

Y esa es la sensación que tengo cuando intento deglutir un trozo de escabeche: me cuesta horrores pasarlo, se me queda en la garganta, no baja, es algo seco incrustado ahí... Prefiero el bonito (atún blanco, no atún claro, mucho cuidado) en aceite de oliva.

Qué decir del huevo duro. La clara, la pobre, es eso: una simple y aburrida clara de huevo. La yema... Cómo se puede convertir la mejor salsa del mundo, que es la yema de huevo apenas hecha, líquida, temblorosa, untuosa... en algo seco y, repito el adjetivo, estropajoso. Para mí, la antiyema.

complementos No discuto que esas rodajas gualdiblancas quedan muy bien en la ensalada, o cuidadosamente solapadas sobre una ensaladilla. Tampoco que en combinación con otros elementos de la ensalada, que suavizan su textura arenosa, escabeche y huevo duro son cosas muy apreciables.

Pero solas, tal cual... yo paso, respetando muchísimo a quienes devoran huevos duros y pinchos de escabeche. Les gustan, los disfrutan y hacen muy bien.

Bueno, de añadir escabeche y huevo duro se pasó, por un lado, a aquellas ensaladas de la casa, que llevaban de todo: pimiento morrón (aún no se había “inventado” el del piquillo), espárragos, anchoas, sardinas y qué sé yo qué más, y por otro a las ensaladas del chef, llenas de elementos cuanto más exóticos y desconocidos mejor. En las primeras, los añadidos eran nacionales; en las segundas, de lo que antes llamábamos la Conchinchina. En todo caso, ensaladas. No esas hojas de lechuga iceberg aliñadas con dos gotas de aceite y dos granos de sal que toman hoy los obsesos de la estética y lo que ellos y ellas llaman salud cuando, en un buen restaurante al que deberían ir a disfrutar, dicen eso de “a mí, una ensaladita”.