Madrid. Cuando uno piensa en lo que llamamos perritos calientes lo primero que se le viene a la mente es una salchicha, aunque el Diccionario reserve el nombre para el pan, al definirlo como "panecillo blando y alargado, generalmente untado de salsa de tomate y mostaza, en el que se introduce una salchicha cocida".
He visto por ahí que algún hostelero avispado va a celebrar unas jornadas del perrito caliente porque, dice, el año que viene cumplirá cien años. No me parece que sea tan reciente; hay quienes sitúan su origen medio siglo antes, más o menos, aunque siempre en el mismo lugar: Coney Island, en Nueva York. Y salchichas ya comían los romanos.
Da lo mismo. El hecho es que los carritos de "hot dogs" forman parte del paisaje urbano neoyorquino, y que nadie habrá vivido una experiencia completa allá si no se ha comido un perrito caliente en la calle.
Por supuesto, y dado que normalmente se utilizan salchichas tipo Frankfurt, es fácil adjudicar el invento a algún carnicero alemán. No tiene mayor relevancia, porque el fenómeno, el ritual y hasta la filosofía del "hot dog" son inequívocamente neoyorquinos.
El nombre, bastante posterior a su "invención", procede del perro que aquí llamamos precisamente perro salchicha, también conocido como teckel o dachshund (literalmente, perro tejón).
Antes del advenimiento de las hamburguesas, en España gozaron de cierta popularidad los perritos calientes. Había carritos que los preparaban, de los que recuerdo los cilindros con punta en los que se ensartaban los panecillos para hacerles el agujero que luego albergaría la salchicha, con el habitual acompañamiento de una salsa amarillenta que decían que era mostaza. Puede que lo fuera; en esto de la mostaza, uno es bastante especial y se mueve entre las de Dijon, la de Reims y la tradicional Colman's británica.
Lo que pasa es que, en mis recuerdos, los madrileños no solían comerse sus perritos en plan itinerante, sino reposado. Y el templo de los perritos calientes de aquella época era el aún existente "Galatea", en la calle hoy llamada Príncipe de Vergara, entre las de Alcalá y Jorge Juan. Yo no sé cuántos perritos podían consumirse allí. Muchos.
Volvamos al ingrediente principal, que no es el panecillo, sino la salchicha. Hay montones de tipos de salchicha susceptibles de acabar convertidas en perritos; naturalmente, de la calidad de la salchicha dependerá la del propio bocadillo y, claro, su precio. Lo tradicional es la típica frankfurter, que puede estar muy rica... o todo lo contrario.
Los españoles, ante las salchichas, hemos tenido siempre una actitud dubitativa; el embutido alemán por excelencia nunca nos inspiró demasiada confianza, y se ha dicho de todo respecto a su composición. Aquí me remito a Julio Camba, quien, en "La casa de Lúculo" y en el capítulo dedicado a la cocina alemana, estableció sin asomo de dudas que las salchichas estaban hechas de salchichas: añade que para suponer otro origen a la salchicha "se necesita no haber visto nunca a las salchichas vivas y coleando".
Camba reclamaba autoridad sobre el asunto: "¿Qué quieren que les diga de ellas un hombre que ha estado comiéndolas en Alemania dos años seguidos?"
Verán que tanto el Diccionario como la tradición neoyorquina hablan de salchichas cocidas. Aquí ya entra la preferencia de cada cual. Hace mucho tiempo que no como más salchichas -salvando algún viaje a Alemania- que las que se cocinan en mi casa, donde se cuecen en vino blanco, pinchándolas con un tenedor, y cuando se evapora por completo el vino se dejan un poquito en la sartén para que terminen de hacerse en su propia grasa, que es lo que se entiende por freír: cocer un alimento en grasa.
Naturalmente, esto se aplica a salchichas crudas, de las que llamamos "de carnicero"; a las de tarro (mejor de cristal) basta con calentarlas, pues ya están cocidas. Para disfrutar de salchichas frescas hay que tener un proveedor de confianza. Me gustan esas salchichas, más rojas o más blancas, cocinadas como se ha dicho y puestas en pan, sí, pero no el clásico para perritos, sino pan-pan. Y completo la jugada con algo de panceta crujiente, cebolla frita (jamás confitada) y, desde luego, una buena mostaza.
Así, sí. Así me gusta la más popular preparación de las salchichas, pero siempre como una solución de urgencia. Porque, de verdad, como me gustan más las salchichas es formando parte de una buena choucroute garnie a la manera de Estrasburgo, con todos los sacramentos porcinos necesarios, desde un buen tocino a esa maravilla que puede ser un codillo. Salchichas, diríamos, en la mejor compañía.
Salchichas, pero siempre que se ajusten a la primera acepción que de ellas da el Diccionario: "Embutido, en tripa delgada, de carne de cerdo magra y gorda, bien picada, que se sazona con sal, pimienta y otras especias". Nada que objetar.
El problema es que la mayoría de las salchichas que se ven en los anaqueles de las tiendas responden más a la segunda acepción: "Embutido semejante a la salchicha, con otros ingredientes". De ese tipo de sucedáneo de salchicha deben ustedes abstenerse sistemáticamente. Y lo digo por su bien.