Tenía que llegar inexorablemente y llegó en la noche del pasado domingo, en un maratón de telerrealidad que Paolo Vasile, capo de Mediaset, programó como bombazo espectacular en su parrilla de programas para mantenerse como rey y señor de las audiencias generalistas, que son las que cuentan; las otras son audiencias de chichinabo sin interés ni tracción económica.

Quince ediciones de un programa, serie o concurso televisivo son muchas como para decidir aparcar el modelo y esperar tiempos futuros. Los gerifaltes de Telecinco, con el apoyo de la productora Zeppelin TV, se han tirado al agua de la competencia con una nueva edición del más afamado programa de telerrealidad, haciendo un ejercicio de imaginación y retorcimiento en la mecánica del espacio que puede volver a cosechar amplias audiencias, porque lo que hacen es tele-tele.

Bajo el amparo animador de una Mercedes Milá metida en harina con pasión, profesión y vida, arrancó Gran Hermano con una presentación apoteósica grabada y ofrecida como puro néctar de lo que debe ser la pequeña pantalla. Y ese momento de máxima expectación con Mercedes ejecutando un triple salto mortal que nos dejó estupefactos y enganchados. Porque esta nueva edición de GH se basa en la apariencia, el engaño, la realidad fingida y lo que parece que es, no lo es, y quien es madre deja de serlo y quien entra soltera sale casada y minutos y minutos de publicidad, que hay que aprovechar el momento inicial de la botadura y llenar las arcas del grupo italiano.

Es el momento del juego de las apariencias y las simulaciones, con un amplio abanico de concursantes sacados en el casting por su condición de veinteañeros de diversas procedencias, ocupaciones y orígenes sociales. La maquinaria se ha puesto en marcha y como dijo una de las concursantes, todo esto es superguai. Pues eso, dales caña, Mercedes.