Cuando era un crío, escuchando un día la radio junto a su padre, se topó con algo que no conocía pero que le llamó la atención. Le preguntó a su progenitor, amante, sobre todo, de la música clásica. “Creo que es algo de Dizzy Gillespie”. Y a partir de ahí, Joseba Cabezas supo que el género de la improvisación le había conquistado. Ahora que está a punto de cumplir 52 años (en concreto, este viernes), el músico, periodista y agente cultural responsable del programa Ondas de Jazz recuerda con una amplia sonrisa ese momento.
Ahora que la trigésimo novena edición del Festival de Jazz de Gasteiz ya está en marcha, a él recurre DNA para invitarle a realizar su propia selección de discos fundamentales en su discoteca particular. Sólo dos límites. Uno, el número, cinco por categoría. Dos, una frontera temporal que en principio estaba fijada en el cambio de siglo, pero que Cabezas prefiere saltarse. No pasa nada. Se queda en aquellos títulos de corte más clásico, por decirlo de alguna manera, y los que cuentan con un sonido más actual.
Pero antes de adentrarse en ese listado, el encuentro también sirve para hablar de la propia música, del jazz, de sus festivales, de los nuevos intérpretes, del público, y, cómo no, de la labor de Ondas de Jazz. “Soy un melómano, todo me aporta”, reconoce Cabezas. “¿Qué me da el jazz que no me ofrece el resto? La improvisación. Todo lo demás está estandarizado, son reglas. En el rock, por ejemplo, puedes improvisar pero hasta el solo de una guitarra tiene que ser ese solo porque el rockero quiere escuchar ese solo. En el jazz no pasa eso. Es un enigma que empieza en unas claves y termina en otras, y tú tienes que intentar leerlo. Al final, es un juego, que te ayuda y te enriquece”.
Aún así, es consciente de que el género, como otros, se encuentra ahora ante el reto de labrarse un futuro desde el presente tras un siglo XX en el que parece que ha sucedido todo. Para ello señala dos claves. La primera, la capacidad de las nuevas generaciones de músicos por llegar al público. Pone como ejemplo a Ibrahim Maalouf. “Él no sólo incluye una parte de sus raíces culturales en su música sino que además introduce, dentro de ese eje, los parámetros más contemporáneos del jazz. Sólo hay que fijarse en cómo juega con los silencios. O cómo lo hacen otros con las notas desafinadas. El problema está en cómo hacemos entender esto al público”.
Además, Cabezas señala que “tener un nombre importante en el jazz pasa por tener algo diferente al resto: un sonido, una forma de tocar, una técnica... algo. Tienes que diferenciarte del resto y encima demostrar que eres un gran músico. Ahí es nada. Y hoy dejar una impronta así es muy complicado”.
Aún así, llega a Euskadi julio y con él la temporada de festivales junto a un público numeroso más allá de que estas citas sean “un acto social; la prueba está en la venta de los discos”. Con todo, “el hecho de que gente que no tiene roces con el jazz sea capaz en un momento determinado de acercarse y disfrutar, tampoco está mal”.
Bajo la premisa de que “no todo debería valer”, de que es necesario ser críticos y de que hay certámenes que “pelean más por mantener unas rentabilidades económicas que por una calidad musical determinada”, Cabezas pone en valor el papel de los jóvenes que se están formando en conservatorios y escuelas de música. “A ellos no les sorprende lo que ven en un festival. Cuando van a un concierto, van a ver a un músico concreto. Buscan la esencia. Son los que pueden hacer los cambios importantes en la música”.
En esa labor educativa cuenta con un papel fundamental Ondas de Jazz, programa que a finales de este año arrancará su décima edición. Los datos, los dos discos con fines benéficos editados y el reconocimiento están sobre la mesa. “Nos han llamado de Valencia, Salamanca, Valladolid, Burgos o Pamplona y Ondas podría estar en esas capitales. Pero no lo hemos hecho porque seguimos queriendo intentar que nuestra ciudad, que tiene un gran festival, siga creciendo”. Con todo, “me da pena que no hagamos más, que en vez de hacer seis sesiones pudiéramos hacer ocho e intentar hacer un concierto al mes, salvo julio y agosto”.
“Siendo pequeñitos y desde la humildad, hemos conseguido hacer grandes cosas. Me da pena que institucionalmente se vean más otros proyectos que éste porque no traemos turistas ni llenamos hoteles. Se equivocan porque la cultura empieza por el pueblo de uno, por el mío. Parece que siempre tenemos que esperar a que alguien venga de fuera para decirnos lo bien que lo hacemos”, dice, al tiempo que muestra la esperanza de que ahora “haya sensibilidades políticas para dar un giro”. Al fin y al cabo, añade, “tenemos un festival que nos ha permitido ver pasar a la historia del jazz por nuestra ciudad. Yo podré decir que estoy más o menos de acuerdo con el formato, con tal o con cual... pero una cosa no quita la otra. Y Ondas tiene el objetivo de intentar ayudar a crear afición, que la gente comprenda mejor”.
La elección Pero es el momento de centrarse en los discos que ha escogido para configurar su listado particular. Se quedan títulos fuera y en algún caso le cuesta decidir, pero no queda más remedio.
Dentro de la sección de clásicos, el primer nombre es evidente, Dizzy Gillespie. En este caso con su Groovin’ high (1945). “Fue el primer vinilo que tuve en mis manos. Fue la primera vez que me enfrenté al jazz y, además, con el bebop. Pensé, si esto me gusta, lo demás... y efectivamente. Creo que tenía como unos 12 años o algo así”. Poco después apareció John Coltrane. De él y de su Giant Steps (1960) le había escuchado hablar a un amigo con el que estudiaba música. “Aquí lo que más se escuchaba era rock y algo de pop nacional. No existía Internet así que nos documentábamos a través de las revistas. Había una que era Jazz Magazine y partir de ahí empecé a conocer más”, sin perder de vista “las radios francesas a través de onda media, que también solían poner bastante jazz”. El siguiente paso era sencillo, Discos Añúa. “Me acuerdo que la dependienta se llamaba Paqui y yo iba cada dos por tres”.
Como de clásicos va la cuestión, no puede faltar Kind of Blue (1959) de Miles Davis, y no sólo por el músico de Alton. “Allí estaba Bill Evans, que para mí es Dios en el piano. Le descubrí gracias a este disco y ya nunca me pude separar de él”. A la lista se suma otro maestro, Charles Mingus, de quien Cabezas señala Mingus Ah Um (1959), “uno de sus trabajos más importantes, sobre todo en la cuestión de los arreglos”. Y cierra el camino, no por ningún orden de importancia ni mucho menos, Charlie Parker con The Savoy Recordings (1945). “Es el improvisador al natural en unas grabaciones que sólo se pueden calificar de maravillosas”.
Siguiente paso, aquellas producciones con sonido más actual, aunque en dos de los casos se trata de títulos editados en los años 70 del siglo pasado. Sucede así con 8:30 de Wather Report. “Es un antes y un después en el jazz, sobre todo por los cambios armónicos, donde la fusión alcanza un hito. Es un referente” dice tajante. Sin salir de la década, la siguiente referencia es Conference of the Birds (1972), de Dave Holland, “free jazz de envergadura, moderno, arrollador”.
Varios problemas tiene Cabezas con el siguiente nombre propio, Keith Jarrett. “Es una referencia indiscutible, un lujo”, aunque como dentro de su discografía es necesario tomar una decisión, el ganador, por así decirlo, es Up for it (2002). También sería capaz de hablar horas de Michel Petrucciani, “el pianista; su forma de tocar no la ha tenido nadie”, como queda demostrado en un Trio in Tokyo (1999), que es “maravilloso”. De hecho, es un recuerdo de él en Madrid interpretando In a sentimental mood el que le lleva a Steps Ahead y Beirut (Magnetic) (1986), su última contribución a una selección “complicada” porque “no he mencionado a...”.