Que el consumo de vino en España esté por debajo de los veinte litros por persona y año es un dato muy preocupante en un país que produce muchísimo más que eso; el consumo ha descendido, como se dice ahora, “exponencialmente”, pero con exponentes negativos, y hay, además, otras cosas preocupantes.
Acabo de pasar unos días en mi ciudad natal. A la hora del aperitivo iba, como siempre que estoy allí, a mi bar de vinos favorito, Ribera & Cía. Pese a la crisis, sigue animado y lleno de gente más guapa que fea, y no lo digo por lo físico. ¿Todo igual? Pues... no exactamente.
El primer día ni me fijé. Los demás, sí: todos, o casi todos, los que consumían vino eran, como poco, cuarentones, con mayoría de cincuentones y más. Si había algún treintañero en la barra o en alguna mesa, lo que tenía delante era una cerveza en la inmensa mayoría de los casos. Y lo mismo veo en el resto de locales en los que tomo el aperitivo, aquí y en otras ciudades. ¿He de deducir que los jóvenes dan la espalda al vino? Me daría muchísima pena.
Tengo que reconocer que la mía ha sido la generación del vino. Hemos visto cómo nuestros vinos se vestían de etiqueta (en sentido literal), se hacían elegantes, se liberaban de complejos... La compra de vino a granel en la bodega del barrio es un recuerdo casi infantil, como aquellas botellas de litro con estrellas en el gollete.
Recuerdo juvenil son, en mi caso, las tazas de ribeiro bebidas en la calle de la Estrella de La Coruña, en la rúa del Franco de Santiago... Eran tiempos en los que podía irse de vinos tranquilamente; irse de vinos con los amigos era, de alguna manera, dejar atrás definitivamente la niñez. No necesitábamos reuniones multitudinarias para beber vino; bastantes multitudes había a la hora de los vinos en las calles antes mencionadas y en sus equivalentes en cualquier ciudad española.
Cotidianeidad El vino era algo que formaba parte del vestido de la mesa a la hora de comer: allí estaba la botella, sobre el mantel, junto a la jarra de agua. Los niños no bebíamos vino (salvo en caso de celebración, que nos ponían un culito de vino en la gaseosa), pero el vino estaba allí, en nuestra vida, en nuestra casa, era algo cotidiano, normal. En resumen: crecimos junto al vino, y lo vimos crecer a él. Formamos parte de la civilización del vino, de la cultura del vino. Cuando el vino se empezó a hacer algo grande, muchos nos interesamos por saber más de él, por aprender a catar, por buscar nuestros vinos preferidos, por valorar vinos que eran extraños, abrirnos (como los propios vinos españoles) al exterior y descubrir las cosas buenísimas que se hacían por ahí.
Hoy el panorama es muy distinto. Para empezar por el principio, los horarios han acabado con la costumbre de la comida familiar, en la que nos sentábamos juntos a la misma mesa, sin atender a una inexistente televisión, sino hablando con la familia. Eso, me temo, está en franca regresión, en peligro de extinción. Pero es el camino que marca nuestra sociedad, en la que ya surgen voces que, en nombre de una supuesta optimización del horario laboral, pretenden dar la puntilla a la mesa familiar... y, dicho sea de paso, a esa cocina casera, urbana, burguesa, que es la base de la cocina española.
Los chavales no ven vino en su mesa, y no beben en casa, entre otras cosas porque esta misma sociedad hedonista se ha encargado de satanizar el consumo de alcohol... a base de iconos en los que aparecen botellas o copas de vino, qué casualidad; no aparecen nunca imágenes de destilados en estos carteles disuasorios.
No conocen el vino, y a nadie le gusta lo que no conoce. Si alguien habla de introducir a los jóvenes en la cultura del vino, el aburrido colectivo del pensamiento políticamente correcto (y humanamente paupérrimo) se le tirará a la yugular, le acusará de querer formar una generación de alcohólicos. Esas cosas que todos ustedes conocen bien.
Cultura milenaria Lo diré una vez más: el vino forma parte, es parte importante, de la cultura cristiana occidental. Es fundamental en la civilización mediterránea, por decir lo mismo con palabras que no suenen mal a los laicistas. Es algo nuestro desde hace milenios.
Hoy, seguramente por muchas más razones de las muy subjetivas aquí expuestas, los jóvenes “pasan” del vino. Sería estupendo para los moralistas tipo Reader’s Digest... si no fuera que, en lugar de vino, no beben ni té ni ese brebaje al que en Estados Unidos llaman café: beben cerveza y, en los botellones, alcoholes destilados de alta graduación.
El hombre va a seguir consumiendo bebidas alcohólicas aunque se trate de imponer en todo el planeta la ley islámica o la mismísima decimoctava enmienda a la constitución de los Estados Unidos, la famosa ley seca. Nuestros nietos seguirán bebiendo. Y sería una tragedia, un suicidio cultural, que bebieran de todo menos ese regalo de los dioses que es el vino. Brindo por que ello no ocurra jamás; brindo, con vino, por el vino.