Amurrio - Casero, pero le encantan los hoteles. Apasionado de la ópera, pero vicioso confeso de la música de los 80. Pasional y emotivo, pero con una capacidad auditiva para detectar errores llevada hasta un extremo que sólo dan décadas de estudio y trabajo constante. Así es Diego Martín Etxebarria, un hombre de 35 años, director de orquesta y afincado en Berlín, que esta semana ha retornado a su pueblo, Amurrio, para hablar a empresarios de liderazgo. Y es que está convencido de que su trabajo no difiere mucho del de un directivo de empresa o del de un entrenador deportivo, en el sentido de que todos ellos se dedican a coordinar equipos humanos para sacar lo mejor.
¿Le pareció descabellado que la sociedad para el desarrollo local de Amurrio contactara con usted para que diera una charla sobre liderazgo a empresarios locales?
-Para nada. El trabajo de un director de orquesta consiste en coordinar un equipo humano para extraer lo mejor de esas personas y lograr un trabajo exitoso. Lo que ocurre es que en mi ámbito es algo más íntimo, que tiene que ver con el arte y las emociones. Un lado más personal, en cuanto a afectivo, que si todas las empresas lo aplicaran como máxima de trabajo tendrían resultados asombrosos, porque no hay mejor forma de abordar cualquier proyecto que sentirse involucrado en él.
¿Puede funcionar una orquesta sin director?
-Por supuesto que si yo dejo de dirigir, los músicos no se paran, son expertos con mucho talento. Cuando un director de orquesta empieza siempre está obsesionado con ser capaz de indicar a cada músico cuándo entrar, qué tocar, y eso es algo que saben de sobra. Un profesor italiano me dijo una vez que no me preocupara de eso y que me centrara en el cómo. Tenía razón, mi trabajo es mostrar el camino. Imagina una canoa descendiendo un río, sin timón, llegará a su meta dejándose llevar por el agua, pero con él sabrá por dónde ir para evitar los rápidos.
¿Qué cualidades son indispensables en un buen director de orquesta?
-Técnica aparte, tener claro en la cabeza cómo tiene que sonar la música, al igual que alguien cuando se pone a moldear un bonsái ya tiene de antemano fijada la imagen mental del resultado. El resto del proceso es sencillo, porque sólo cuando tú estás convencido de algo puedes convencer a los demás. Ahí radica mi trabajo, saber transmitir la pasión y la emoción con la que abordo cada partitura. Coherencia y discurso consentido con los músicos, porque sin su talento yo no sirvo para nada. Mi existencia sólo tiene sentido si cuento con ellos y se implican. Las imposiciones solo llevan a interpretar algo de forma autónoma y fría.
Lo que ha supuesto un antes y un después en su carrera ha sido su exitoso debut en marzo en el teatro Schiller de Berlín dirigiendo las obras 'Die Verwandlung' y 'Die Blinden', del compositor Paul-Heinz Dittrich, que nunca antes habían sido puestas en escena, pero también ha dirigido clásicos tales como 'La Bohème' de Puccini en Augsburgo o 'L'elisir d'amore' de Donizetti. ¿Qué es más difícil, prepararse para el estreno de una obra nunca oída o para interpretar una de las denominadas clásicas?
-Ambas cosas tienen sus ventajas y desventajas. Cuando preparas una obra clásica ya la conoce todo el mundo y te enfrentas a una comparación continua marcada por la propia historia de la música, sin olvidar la complejidad que encierra cambiar los tic interpretativos; pero, por lo mismo, el proceso de ensayo es muy rápido. En cambio, cuando te enfrentas a un estreno, no existe el peligro de las comparaciones, porque tu versión es el primer referente, y tienes la ventaja de que el compositor está vivo y puedes hablar con él, aunque está el inconveniente de que tu idea de un pasaje no coincida con la suya (risas). Además, está el hecho de que los músicos no se han enfrentado nunca a esa partitura, y les resulta tan ajena como al propio público. En el último siglo los parámetros y musicalidades han cambiado de forma radical, y eso también hace que te digan: ¡qué cosa más rara! Pero no es de ahora, los estrenos de Wagner también ocasionaban estas reacciones.
¿Cuándo supo que quería ser director de orquesta?
-La verdad es que no hay músicos en mi familia pero he llegado hasta aquí gracias a que mis padres detectaron muy pronto mi afición y me apuntaron de niño al conservatorio de Amurrio. Mi madre ponía discos en casa y descubrió que algunos me hacían llorar. Veía a los directores de orquesta en la tele que sólo con sus manos hacían sonar al unísono a tanta gente, y me parecía algo mágico, casi místico, y siempre supe que quería ser como ellos. Recuerdo que tenía un cassette con el que grababa las canciones que me gustaban de la radio o la televisión, pegándolo al altavoz y pidiendo silencio a todos. Era una época en la que aún no existía la doble pletina, hoy ya obsoleta (risas). La primera vez que fui a la escuela de música y me preguntaron qué instrumento quería tocar, directamente dije que quería ser director de orquesta. Mi primera profesora de piano, María Gadea, todavía se ríe al recordarlo.
¿Recuerda su debut?
-En mi profesión todos tenemos dos primeras veces. Una cuando te pones delante de un grupo de músicos por vez primera que, en mi caso, fue en 2001 con la orquesta de cámara de la Universidad Politécnica de Cataluña; y dos, la profesional y en serio, que fue en 2007 en Tarrasa, con la orquesta de cámara de Barcelona interpretando Don Pascuale de Donizzeti. Aquí aún era oboísta, mi asentamiento profesional como director no llegó hasta 2010 ante la Sinfónica de Bilbao.
¿Cuál ha sido su experiencia como director más entrañable? ¿Y la peor, si es que la hay?
-Ciertamente, el peor no existe. Lo peor sería no poder subirse a un escenario, y dejar de recibir el aplauso de miles de personas antes incluso de empezar. En cuanto a mi actuación más especial, sin duda, el año pasado cuando dirigí La Bohème en el Teatro de la Ópera de Augsburg. Me apasiona la ópera y me siento muy cómodo con ese género. La gente tiene el concepto equivocado de que es algo aburrido, y no se diferencia en nada de un musical, quitando el marketing. Mira Los Miserables, si lo anunciasen como una ópera no se venderían entradas, pero es lo que es. No pido a nadie que se adentre en este mundo con la tetralogía de Wagner, hasta a mí me costó comprenderla, pero hay miles de óperas de menos de dos horas que son musicales puros. La sociedad en general tiene muy asumido el concepto erróneo de que no tiene criterio para juzgar una ópera, porque no entiende. Hay que acabar con el estigma de algo culto o elitista que arrastra este género, y verlo como cualquier otro. Me da igual rock, que pop, jazz o el último disco de Rihanna. No hace falta tener conocimientos profesionales de música para juzgarla, lo que le interesa a cualquier músico es saber si al público le gusta o no, le llega o no.
¿Tiene sus favoritos?
-Compositores de cabecera no tengo, lo que sí me ocurre es que siempre me hago fan incondicional de cualquier obra en la que trabajo. Obras que me fascinen sí, a parte de La Bohéme que ya he citado, como El niño y los sortilegios de Ravel, la Segunda de Mahler, Los pinos de Roma de Respighi, la Séptima de Bruckner dirigida por Christian Thielemann, o cualquier cosa que haya dirigido Carlos Kleiber. Este hombre era capaz de hacer música hasta con una piedra.
De la ópera clásica ¿qué obra le gustaría dirigir, con qué orquesta y en qué teatro?
-A la Metropolitan de Nueva York en su teatro y obra?. hay muchísimas, pero algo fuerte sería Tristán e Isolda de Wagner, o repetir La Bohéme.
Y de la actualidad ¿con qué compositor le gustaría trabajar?
-Uno seguro, Eric Whitacre y, por supuesto, con mi profesora de composición Zuriñe Guerenabarrena. Por citar algún otro, John Adams y Pierre Boulez.
¿Qué tipo de música escucha en los ratos de ocio?
-Soy un vicioso de la música de los 80, algo de los 70 y un poquito de los 90, y le choca a mucha gente cuando lo digo, sólo de recordar los videoclips de grupos como Modern Talking, con sus llamativos atuendos y melenas. Yo también la tuve. Ahora que lo pienso, igual debería plantearme un cambio de imagen, y dejar de lado la pajarita, para que la gente deje de vernos como la elite de la música (risas).
Desde su experiencia en Alemania, ¿cómo ve la cultura musical en nuestro país?
-La diferencia es abismal. En Alemania, prácticamente todo el mundo ha llegado a un nivel superior de algún instrumento, tienen una cultura musical de base desde la infancia tremenda. Aquí hemos evolucionado, pero no a ese nivel. Yo mismo, si no hubiera tenido escuela de música en el pueblo, no habría llegado a lo que soy, y ahí esta Musikene con cerca de cien nuevos músicos titulados al año. De hecho, Euskadi es afortunada por tener dos orquestas sinfónicas y una temporada estable de ópera; pero ni siquiera Madrid o Barcelona se pueden comparar ni de lejos con Berlín. En Alemania cualquier ciudad de más 50.000 habitantes cuenta con un teatro de ópera y una orquesta sinfónica, pero no se puede pretender que en 30 años lleguemos a lo que ellos han logrado en siglos. Tenemos grandes músicos, pero luego está el matiz de crear público, ahí sí que no hemos avanzado tanto. Un pueblo sin cultura es difícil que tenga un futuro positivo. Ahí está la verdadera crisis de nuestros días.
¿Está afectando la crisis a la música en general y a su trabajo en particular?
-Muchísimo. Evidentemente, en una medida tan grande como aquí no, pero Alemania también ha vivido la tragedia de ver fusionar orquestas, se han reducido los conciertos... En España hay 27 orquestas profesionales y eso es muy poco para una población de 45 millones de habitantes. Pero aunque no vamos sobrados de música, tampoco de abonados. Hay que trabajar para cambiar eso y atraer gente a los teatros. Incluso a mis amigos les resulta extraño mi trabajo. Hay que abrir las puertas y que el público nos reclame. Algunos precios también son un escándalo, es otra cosa a cambiar.
Vivir de la música es casi un milagro y usted lo ha conseguido. ¿Ha tenido que renunciar a algo para lograrlo?
-Soy consciente de que soy afortunado, porque el éxito no depende solo de trabajar mil horas, sino también de la suerte. Además, he logrado trabajar en lo que me apasiona y mi sueño es poder vivir de esto siempre. En este sentido, no creo haber renunciado a nada. Renunciar a la música sería lo que no podría soportar. Es cierto que soy muy casero, sin embargo ahora hasta me encantan los hoteles, esa eventualidad de estar siempre conociendo cosas, sitios y gente nueva.
¿Ha compuesto música o se ha planteado hacerlo?
-Sí. Cuando llegué a Barcelona tuve la suerte de poder matricularme en dirección y composición, algo ahora imposible dado el nuevo plan de estudios, que creo incorrecto. Pude formarme como músico en todas las facetas y por ello compuse. Pero el tiempo da para lo que da, me debo a los músicos y nunca voy a un ensayo sin tener todo atado en mi cabeza, me gusta dirigir de memoria. No obstante, algún día tendré que sentarme de nuevo a componer, se lo he prometido a mi mujer.
¿En qué anda trabajando y cuándo le podremos ver en casa?
-Ahora salgo para Madrid. Estoy trabajando en una producción en el Teatro Real, con La ciudad de las mentiras de Elena Mendoza; y después del verano dirigiré dos óperas en el teatro Lliure de Barcelona. Por aquí, de momento, no me ha salido ningún proyecto. A ver si me llaman de las sinfónicas de Bilbao o Euskadi, con las que tengo una muy buena relación.