Este Puzzle chino, ese es su título original, no aporta ni una idea propia. Y sin ideas personales, nada hay en él que pueda reclamarse como original. Nada sorprende, nada la hará perdurable. De hecho, Cédric Klapisch, guionista y director, o sea, alguien que se reclama como autor, establece una torpe identificación con el protagonista; un escritor empeñado en una nueva novela, cuya vida sentimental y peripecias personales acaban sirviendo como nutriente definitivo de algo que se dice ficción, pero que no es sino proyección autobiográfica.
Y ese protagonista, macho pasivo, que quisiera ser cincelado como los personajes enormes de Fellini, el mismo que aspira a retratar una galería de mujeres de hierro, fuego y nieve al estilo del Truffaut de los años 60, se adentra en la Nueva York de Woody Allen para repetir la odisea ligera del más ligero de todos los Peter Weir, el de Matrimonio de conveniencia (1990).
Como se entrevé, hay mucha acumulación de ecos, para tapar al principal. Es evidente que la ligereza mercurial de Linklater confunde a Klapisch. La complejidad no surge de la cantidad de pintura que se aplique, sino de la capacidad de sugerencia de las pinceladas. En ese territorio, Klapisch no es ni denso ni certero.
Su profundidad apenas moja los tobillos de sus personajes, entes huecos cuya personalidad se antoja tan banal como insulsa. A Klapisch le parece suficiente con articular un par de frases con ambición de transcendencia y amalgamar situaciones extremas. En el último suspiro de esta aventura neoyorquina, que parece estar subvencionada por la Oficina de Turismo de la ciudad de Central Park, rodeado de las tres mujeres que más papel y relación han tenido con su vida, Klapisch entona un réquiem por el rol masculino de la generación que ahora ronda los 40. Es la mezcla de todas lo que necesita este Frankenstein sentimental, un Peter Pan que cree que ser profundo consiste en imaginar que se habla con Schopenhauer , que cede semen a su amiga lesbiana, que sacrifica su vida para estar junto a sus hijos y que se deja zarandear por las circunstancias.