Hace veinte días el traductor Josu Zabaleta fue galardonado por el Ministerio de Cultura con el Premio Nacional a la Obra de un Traductor, "por ser uno de los pioneros de la traducción literaria a la lengua vasca y crear y desarrollar lenguajes literarios y poéticos en dicha lengua" según reza uno de los puntos del acta redactada por el Jurado. Una semana más tarde el traductor Xabier Olarra recibía el premio Dabilen Elea (Palabra que Camina), concedido por cinco asociaciones comprometidas con la edición en euskera, por su labor como traductor y editor de traducciones a la lengua vasca. Son dos nombres fundamentales en lo que se ha dado en llamar modernización de la literatura vasca. Josu Zabaleta ha traducido obras de Petrarca, Balzac, Pirandello, entre otros muchos autores. Xabier Olarra, de Faulkner, Truman Capote, Queneau?

Dice Ezra Pound que una etapa floreciente en la literatura trae consigo una etapa floreciente en la traducción. Para Joseph Brodsky, la traducción es la base de nuestra civilización. La trayectoria de los autores premiados y la calidad de sus traducciones corrobora las palabras de ambos poetas. Pero ni la importancia de los premios ni la realidad que estos premian han obtenido entre nosotros el eco que merecen y cabía esperar. El silencio se enseñorea de aquello que no suscita interés más allá de los círculos directamente concernidos.

El euskera, en su dimensión de lengua literaria y, por ende, agente y beneficiario de su propio proceso de unificación y estandarización, necesitaba de las dos columnas capaces de sustentar un futuro digno de tal nombre: la creación y la traducción. La creación, por si sola, no llega a alumbrar todos los recovecos de la realidad, porque una lengua, por muy poderosos que sean sus recursos, no es capaz de captar la totalidad de los claroscuros de una cultura plurilingüe. La creación literaria necesita de la traducción, gracias a esta nos acercamos a sensibilidades singulares, a percepciones ópticas y estéticas ajenas a nuestra cosmovisión, a modos de ser en el mundo distintos a los nuestros. Gracias a la traducción, incorporamos a nuestra lengua realidades arrancadas al infinito y misterioso espectro de lo no dicho en ella. Todas las lenguas tienen realidades jamás explicitadas, pero también capacidad de abordarlas. En ese quehacer, la creación y la traducción se necesitan y complementan: la creación difícilmente avanza sin el aporte de la traducción; la traducción parte de materializaciones literarias ya existentes para adecuarlas al trasvase entre una y otra lengua.

Pero los vascos permanecemos ciegos y sordos ante la realidad de una lengua que en cuarenta años ha vivido siglos, que desde su limitado mundo ha descrito muchos mundos. Es harto difícil visualizar el milagro operado en tan poco tiempo, así como lograr que el florecimiento cultural que viene protagonizando la literatura en euskera sea reconocido por nuestra propia sociedad. El déficit de información y, sobre todo, la falta de interés por lo que el otro hace son males crónicos de nuestra cultura; el trasvase de experiencias, inexistente; la incomunicación, un grave problema en una comunidad como la nuestra, tan necesitada de tender puentes y tan proclive a derribarlos.

El escenario principal del panorama que dibujo es la falta de diálogo cultural entre las dos comunidades lingüísticas, cierto, pero cometería una injusticia si no me refiriera también a la indiferencia que buena parte de la comunidad vascohablante siente por la cultura en euskera, e incluyo entre los indiferentes a un nutrido sector de la intelligentsia política y mediática, a la élite económica y social, a una significada porción del mundo académico y cultural.

Pero no todo son sinsabores: nos queda la satisfacción de que, sin ellos saberlo, disfrutan de algo que parece no interesarles, o que ni tan siquiera ven.