Dirección: Zack Snyder. Guión: David S. Goyer; argumento de David S. Goyer y Christopher Nolan. Intérpretes: Henry Cavill , Russell Crowe, Amy Adams, Diane Lane y Kevin Costner. Nacionalidad: EE.UU. 2013. Duración: 143 minutos
LA victoria de Superman en la película de Snyder se sabe oscura, agria, infeliz. En el fondo no es sino una derrota aplazada. De algún modo, habitamos/habitaremos el cuello del general Zod y nos estremecemos con el grito final del hombre de acero; un grito en el que aparecen convocados todos los dolores de la humanidad. A estas alturas, El hombre de acero, filme coescrito por Christopher Nolan y dirigido por Zack Snyder, responde a lo que cabía esperar. Hay vocación de película definitiva, de obra total. Busca el negocio del show escópico y la complacencia del espectador iniciado. Da a cada uno lo suyo y, salvo por la irregularidad de ese equilibrio imposible; demasiada destrucción, mucha casualidad y excesiva sobreinformación como para no acabar abrumado, todo aspira a la excelencia.
Nolan, liberado de la obligación de poner en escena su guión, le hace a Snyder un regalo envenenado. Lleva a Superman al mismo filo de su inspiración judeo-cristiana. Su hombre de acero decididamente propone una versión violenta y vengadora del Sagrado Corazón de Jesús. Así, su vida privada se hace pública a los 33 años y este Mesías del siglo XXI se muestra a los hombres como Cristo después de resucitado. ¿Casualidad? Evidentemente no.
Pero Nolan-Goyer, guionistas de este filme hiperbólico, no se conforman con acudir a las fuentes del cómic, ni a las de sus adaptaciones cinematográficas con especial querencia-homenaje por el hacer de Richard Donner y Christopher Reeve, sino que asumen los mejores referentes, los mejores textos de la ciencia ficción del Hollywood de los últimos años.
Con esa gran adición de referentes, el filme, emocionalmente mutilado pero vibrante en sus efectos, sobrevuela, como un repaso enciclopédico por algunos hitos históricos y fílmicos fácilmente reconocibles. Este Superman no sería así de no haber existido los Alien de Scott, de Cameron y de Fincher, el Dune de Lynch y por supuesto los Batman de Nolan. También sería distinto de no haberse hecho los filmes de catástrofes de Roland Emmerich o de no haber sucedido el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.
De todo ello, el acierto máximo consiste en la insistencia en una obviedad que era eludida en otras ocasiones. Superman es un alienígena y como tal Nolan lo subraya y Snyder lo (re)trata. No es humano y eso impone una barrera definitiva, una distancia infinita. Se hace hombre entre los hombres pero su reino no es de este mundo.
El otro factor determinante es precisamente el crujido seco del 11-S, o sea lo que proviene de lo real y viene de lo diferente. Si Zizek encontró elementos de inequívoco sabor reaccionario en la última entrega de Batman; en Superman su pulsión política asfixia por evidente. Nolan-Goyer han (re)inventado la figura de Superman. Su origen, se nos dice, fue un acto de rebeldía de sus padres quienes, en un mundo agotado, regido por la razón, acudieron a la biología y al azar. El hombre de acero fue nacido de mujer y concebido bajo las leyes de la naturaleza. El mundo que Zod defiende, el pueblo que trata de resucitar, ha pasado del culto a la razón al delirio del fundamentalismo; Zod es un iluminado creyente en un universo condenado. Y el hombre de acero contra el que debe luchar porque en su ADN habita lo que él fue, deviene en un superhombre protector/destructor que solo logra imponer su misión de paz sembrando la muerte. Ese gesto de impotencia que legitima la inevitabilidad de matar se llena de ecos siniestros cuya proximidad lo hace escalofriante. Reflejos servidos con solvencia espectacular, encorsetamiento pirotécnico y una perversa eficacia comercial.