POCOS actores en la historia del cine pueden presumir de tener un género propio. Alfredo Landa consiguió él solo, con su landismo, hacer reír a un país que no estaba para muchas bromas, además de demostrar un gran poderío dramático en Los santos inocentes o El bosque animado.

"En San Sebastián hice una función en el teatro, y cuando salí en el primer mutis y me aplaudieron, vi un destello, un relámpago que me inundó, y una voz me dijo: Tú tienes que ser cómico. Se me quedó tan grabado que he sido cómico porque no habría sabido ser otra cosa", explicaba Alfredo Landa, uno de los actores más queridos por el público a lo largo de más de 120 películas.

En San Sebastián fundó con varios amigos el Teatro Universitario, curtiéndose en el humor de Mihura, Jardiel Poncela o Capote, y en 1958 se trasladó a Madrid, donde debutó en las tablas de la capital con Nacida ayer. Reconocía que, al principio, su carrera se fraguó con trabajos alimenticios, "para salir adelante, porque para luego triunfar, primero hace falta trabajar, la experiencia es vital". Pero en el cine, se estrenó por la puerta grande con Atraco a las tres, de José María Forqué.

Se sumaría a los abultados repartos berlanguianos en El verdugo, aunque pronto empezó a destacar como un estereotipo con escaso glamour y profundidad, el "españolito medio" que centraría su propio género: el landismo. "¿Pero hay más orgullo que ser el macho ibérico?", decía, a la vez que reconocía: "No reniego del landismo que me dio un éxito tremendo y tenía su valor, la prueba es que esas comedias siguen teniendo éxito cuando se pasan por televisión". No desearás al vecino del quinto, París bien vale una moza, Lo verde empieza en los Pirineos... Un hombre reprimido y de escasas dotes amatorias creó escuela, y Landa asumió sin pudor la tarea con tal de hacer reír a una España que vivía los últimos años de dictadura.

Como tantos otros cómicos, Landa tuvo que demostrar sus habilidades dramáticas para ganarse el respeto de la profesión. Enterrado Franco, cambió represión cómica por la verdadera tragedia de la falta de libertades. Dio la vuelta al perdedor, hasta llenarlo de matices sensibles. Calló todas las bocas como el pueblerino de buen corazón que carga con su cuñado retrasado, Paco Rabal, en Los santos inocentes, la adaptación del texto de Manuel Delibes que realizó Mario Camus y que les dio a Landa y a Rabal el premio de interpretación en Cannes. "Estoy agradecido a esta profesión que escogí, me reconoció y, más tarde, me dio la oportunidad de demostrar mis cualidades dramáticas", decía, y la racha siguió con títulos fundamentales de los años 80.

El crack, de José Luis Garci, o dos cintas con José Luis Cuerda que le reportarían sendos premios Goya, El bosque animado y La marrana, demostraban el filón que había permanecido oculto en el actor navarro y que se hacía extensible a la televisión con Lleno por favor o con su inolvidable papel de Sancho Panza en Don Quijote, de Manuel Gutiérrez Aragón.

Landa era un hombre que se describía como "el que mejor juega al mus desde que se inventó" y que tenía la mejor receta para un cóctel. "Les pongo amor, que es un ingrediente que no le pone la gente", decía.