La temporada estaba prácticamente tocando a su fin. No sé si ya habrá cantado el cuco, aunque con el agua que ha caído esta primavera no me extrañaría que remolonease lo suyo. El hecho es que abril iba avanzando y aún no habíamos cumplimentado nuestra cita anual con ese vestigio de tiempos remotos que es la lamprea.

Este año, además, el reto era cocinarla en casa. Naturalmente, lo primero que había que conseguir era un ejemplar de este fósil viviente, cosa algo más complicada que acercarse a la pescadería habitual y llevársela puesta: no se la suele ver en esos mostradores. Pero al fin la generosidad de un amigo restaurador nos puso en posesión de un hermoso ejemplar.

Lo de hermoso, como ustedes comprenderán, es una forma de hablar, porque el animalito es, hay que reconocerlo, bastante feo; hay gente de espíritu sensible (o sureño) a la que le resulta incluso repulsivo. La verdad es que allí, en la cocina, sobre la tabla, antes de proceder, tenía incluso cierto encanto, y se merecía una larga mirada.

Bueno, eran mi mujer y mi amigo Juan Suárez quienes tenían el empeño de cocinar la lamprea. A ello se pusieron. Escaldada y raspada hasta eliminar las manchas negras de su piel, la refrescaron en agua fría y la secaron con un paño. Era el momento de la parte menos agradable del proceso: hacerle una incisión bajo la boca, extraerle la hiel y, a continuación, darle unos cortes cada cinco centímetros, sin llegar a separar totalmente los trozos, para quitarle una tripa que la recorre de arriba abajo y, al mismo tiempo, recoger cuidadosamente su sangre y su hígado, ingredientes importantes de la receta. Hecho esto, la decapitaron, desecharon la cabeza y, por fin, se separaron los trozos.

La receta elegida era la inmemorial, la eterna, la de siempre, la que recorrió el Camino de Santiago desde las riberas del Garona, en Aquitania, hasta las orillas de las rías en el Finis Terrae galaico. Una receta que se conoce, en un extremo del Camino, como a la bordelesa y, al otro, al estilo de Arbo. Arbo es una localidad pontevedresa a orillas del Miño donde se le hace fiesta, cada abril, a la lamprea.

Lo primero fue picar un par de cebollas moradas más dulces que picantes, y pasar a preparar con ellas el sofrito, añadiendo un diente de ajo igualmente bien picado. Se dejó que la cebolla se fuese compotando y ablandando, sin llegar a caramelizarse. Obtenido ese punto, la lamprea, bien limpios los trozos, se incorporó al conjunto. Sal, pimienta.

Se añadió a la cazuela un trozo de canela, unas ralladuras de nuez moscada, un par de clavos de especia, y se mojó con una copa de armagnac. Flameado este, se echó un vaso de vino. Blanco, en este caso. A reducir. Pasó entonces a la cazuela el hígado de la lamprea. Como ven, ningún ingrediente que no tuviese a su alcance un cocinero del siglo, pongamos, XIV.

Aquello olía ya magníficamente. A eso de los diez minutos de cocción retiraron el hígado, que mezclaron íntimamente, en el mortero, con un costrón de pan frito sin rastro de grasa. Lograda esa mezcla, la añadieron a la cazuela junto con parte de la sangre, bañaron todo con un cacito de caldo de verduras, y lo dejaron alrededor de cuarenta minutos más, antes de retirar la lamprea. Aquello ya no sólo seducía el olfato, sino también la vista.

Pero faltaba convertir la salsa en terciopelo, para lo que hubo que pasarla por colador fino, apretando, hasta lograr esa textura ideal. Conseguida esta, a emplatar: un par de trozos de lamprea per capita, una buena dosis de esa preciosa salsa y, a un lado, un pequeño flan de arroz blanco y un costrón de pan frito, bien escurrido de grasa.

el plato y la salsa Con las mismas (y un excelente rioja del 2005, magnífica añada), procedimos... y encontramos que el trabajo había valido la pena: el conjunto, especialmente la clave el plato, que es la salsa, era plenamente satisfactorio. Como dirían en algún concurso, prueba conseguida. Cum laude, diría yo. Así que, un año más, rendimos homenaje a la gran señora que lleva acudiendo a nuestros ríos desde, más o menos, el devónico inferior, hace la friolera de cuatrocientos millones de años.

Por nuestra parte, ya podemos escuchar el canto del cuco que anuncia el estallido de la primavera con la satisfacción de haber cumplido un rito que, durante muchos siglos, pasó de generación en generación contado en esos viejos idiomas que son el gallego y la langue d'oc u occitano. Hasta para eso es única la lamprea, hermanadora de sabios y antiguos pueblos herederos de la civilización de la antigua Roma, en la que tanto se apreciaba este verdadero manjar de césares.