Pamplona. La versión extendida del texto original ¿Somos moros en la niebla? ahonda en temas que desde siempre han interesado a Joseba Sarrionandia: las lenguas minorizadas, las relaciones de poder, las desigualdades socioeconómicas, las posibilidades de la literatura y las dificultades de la política.
El autor toma como pretexto el proyecto de una gramática de la lengua rifeña, emprendido por un fraile vasco a finales del siglo XIX, para ir mostrando al lector de una manera caleidoscópica lugares y fechas borrados de la historia oficial del último siglo y medio, presentando decenas de personajes y hechos sorprendentes de toda índole en el contexto de las guerras coloniales norteafricanas, incisivos análisis de las relaciones de poder en todos los ámbitos y, además de confesiones personales, opiniones políticas y sociales de gran calado.
Además de un índice temático, ¿qué tiene de novedosa esta nueva versión y en qué ha querido ahondar?
Se amplían algunos temas, se introducen otros. Por ejemplo, al interlocutor vascoparlante no sentí la necesidad de plantearle el tema del valor de la lengua, porque pienso que tiene asumido ese valor. En castellano he introducido una línea de reflexión al hilo de El oro de Caramablú, de Johannes Urzidil. Era un escritor judío de Praga, amigo de Franz Kafka, y escribió un hermoso relato simbolista sobre el norte del país vasco ambientado cuando al otro lado de la frontera se desarrollaba la Guerra Civil. La lengua, el tesoro de la montaña, es la pizca de oro que brilla en los labios de las personas; cada lengua en particular y el lenguaje como tal. He ampliado también el análisis de los conceptos de Miguel de Unamuno y Pío Baroja en relación a la política.
Usted analiza las contradicciones y aristas de estos dos escritores, con reveladoras conclusiones.
Sí, Unamuno era una persona llena de contradicciones. No podía creer en Dios y no podía más que creer en Dios, o sea que vivía con la obsesión de concebirlo. Con España hizo lo mismo, tuvo que inventarla, y fue el más vehemente creador del nacionalismo español. Idealizó la guerra civil de su infancia, el sitio de Bilbao, y se aferró a una ideocracia que en principio buscó un sustituto a lo religioso y luego, sobre todo durante la República, se fue acomodando al caciquismo dominante. Como bien escribió Antonio Machado, vivía en guerra civil dentro de sí mismo y los últimos meses de su vida fueron el resultado de muchas de sus mismas actitudes.
En cambio, Baroja presenta una versión más idílica del País Vasco.
En sus novelas y en sus crónicas de viaje desarrolla todo un sentimentalismo vasco, pero cuando se ahonda un poco el concepto que tiene de la política es terrible. Como Pierre Loti, que era un militar imperialista francés e idealizaba a los pueblos colonizados. Curiosamente, idealizó también el País Vasco, como si fuera un pueblo oriental. Pío Baroja creía también que los vascos debían ser apolíticos y veía como un momentum catastrophicum la situación en que esos vascos que él ficcionaba con tanta acuarela se ponían en actitud de organizarse políticamente. Unamuno y Baroja concebían un país vasco arqueológico, pero eran incapaces de reconocer que la gente, no solo los vascos, la gente en general, tiene derecho a organizarse.
Estos perfiles contrastan con la imagen superficial que se muestra habitualmente de los dos escritores.
Desde luego. Las cosas, y también las personas, con el tiempo se convierten en símbolos y hasta se olvida lo que eran de hecho. Hay que repasar y analizar las cosas de vez en cuando. De todas maneras, me parecen más interesantes Unamuno o Baroja como eran en realidad y lo que escribían que las cuatro tonterías que se dicen sobre ellos, especialmente en contextos oficiales como manuales de escuela o homenajes institucionales. Me interesan más las disonancias e incluso las contradicciones que la literatura correcta y que no cuestione nada.
En '¿Somos como moros en la niebla?' se analizan muchos temas. ¿Cuál es el que vertebra el ensayo?
Es, fundamentalmente, un ensayo sobre qué es la política. Y sobre qué no es la política. Normalmente se le llama política a la imposición de toda una serie de relaciones de poder, por medio de la fuerza o mediante el establecimiento de cierta sordera visual entre la gente. La política ha sido y sigue siendo como un gran juego de hechos consumados y ejercicios de imposición en todos los ámbitos, en lo económico, en lo militar, en lo cultural. He tratado de revisar formas de establecimiento de ese poder, sobre todo desde mediados del siglo XIX hasta ahora, y me he esforzado en definir un concepto de política a partir de la idea inversa. La política sería la ausencia de esas imposiciones y sobredeterminaciones, a partir de que el ser humano es libre, es decir, debería ser libre para decidir lo que le atañe.
La primera parte del libro tiene un peso histórico notable…
Sí, todo el ensayo tiene los pies en el tiempo. No se puede comprender lo que sucede sin repasar la historia. Los dominadores de hoy son hijos de los conquistadores de ayer. El abuelo del ministro de Justicia actual escribió La Conquista de Vizcaya después de ser cronista de la conquista del Rif. Hay bastante de hereditario en las relaciones de poder. Pero la sociedad en que vivimos tiene algunos síntomas que se pueden comparar con la enfermedad de alzheimer, desconocimiento de la realidad que le rodea y pérdida de memoria. La historia es muy significativa. Al mismo tiempo, no creo que se deba argumentar la política en base a la historia. La política es la decisión de la gente y tan digno como ser consecuente con la historia es cambiarla. Es más, hasta podría ser más digno cambiarla, en el sentido de que salirse de la inercia implica una libertad de la gente.
Habla de los moros a lo largo del ensayo. ¿En qué sentido?
Aparentemente, sabemos de qué hablamos cuando decimos moros. Ahora bien, los moros no existen, porque nadie se autodefine como moro. Uno es árabe, el otro es bereber, moro es lo que le dicen. O sea, el moro es el otro por excelencia, desde los cruzados y el testamento de la reina Isabel hasta el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Es el fanático, el peligroso, el inmigrante, el terrorista. Es la gente marcada por sobredeterminaciones del calibré de Alá, el Estado, la Economía y demás, al punto de que la convivencia normal se le pone difícil, y en que ni siquiera su propio comportamiento puede ser ético y benévolo. La idea es que los homosexuales, los chechenos, las mujeres, los inmigrantes, los vascos, los negros, casi todos somos moros en algún sentido. Se podría decir también que somos judíos alemanes, en unos planos, mientras podemos seguir siendo alemanes en otros. O sea, cualquiera está marcado en las diversas relaciones de poder que se establecen. Es decir, no existen los moros, pero todos somos moros de alguna manera.
Otra idea que flota en el trabajo plantea que las relaciones de poder no permiten normalidad, sino que tienden a provocar consecuencias negativas.
En las relaciones de poder que se establecieron en el norte de África se constituyó el Ejército de África que, después de la victoria sobre los moros del 27, destruyó al propio país en la guerra del 36. La paradoja es el papel que las tropas moras desempeñaron en esa Guerra Civil, vengándose de los desastres que el colonialismo había provocado en su tierra. Las relaciones económicas que se establecen actualmente en el mundo no se pueden sostener sino mediante la acción policial y militar. Enormes ejércitos desplegados en amplias zonas del planeta y, además, una activa policía celando en el seno de cada sociedad occidental. Cualquier situación que requiera la violencia para sostenerse es de mala calidad. Incluso una victoria, si tiene que apuntalarse mediante la fuerza, es una carga muy pesada para el vencedor.
¿A qué público cree que puede interesar este ensayo?
A las personas que están dispuestas a reflexionar sobre el tema de las relaciones sociales, sobre la política. No en el sentido estrecho del partidismo a que estamos acostumbrados los vascos desde los tiempo de los gamboínos y los oñacinos, y luego carlistas y liberales, y todavía seguimos atrapados en esos esquemas, de partidos que funcionan como miniestados y que hacen imposible que la política funcione abiertamente y a veces impiden incluso que los problemas se planteen como problemas de todos, como si fueran obsesiones del uno o del otro. A mí me parece que las personas estamos sometidas a grandes relaciones de poder, y que ser consciente de ellas es muy importante para poder desprenderse de esas servidumbres.
¿Qué propone a un lector nuevo que no conozca su obra en euskera?
Hay mucha gente que no tiene acceso a la literatura vasca. Pero bueno, no es un problema particular de la literatura vasca. A pesar de que hay más medios de comunicación que nunca, quizás la gente siga tan incomunicada e ignorante en relación a los otros como en la Edad Media. Cuanto más fuerte sea la lengua y la cultura a la que uno pertenece, más universal se considera uno y más cosas toma como inferiores y prescindibles. Nosotros mismos desatendimos la cultura de nuestros abuelos analfabetos. Charles Peguy decía que él no leía más que literatura francesa. Los estadounidenses sólo se escuchan a sí mismos a pesar de que pretenden ser los interventores del mundo. En la medida en que no se conoce una cosa, funcionan los estereotipos y el desprecio. Y bueno, así estamos, con ese espectáculo en que los que rigen son los clichés, que a fin de cuentas se convierte en una ventrilocuacidad del poder. La gente pasa más tiempo acopiando estereotipos sobre su vecino de enfrente que conversando un rato con él para conocerlo y saber lo que quiere.
Lo que propongo a lo largo del libro es una recuperación de la memoria y un conocimiento de los otros. Y, sobre todo, el reconocimiento de que los seres humanos no son objetos, sino sujetos. O sea, no es lo que tú o yo digamos sobre los homosexuales o las mujeres musulmanas, o sobre los bereberes, sino que son ellos los que tienen algo que decir. Este ensayo trata del reconocimiento de esos sujetos. Pienso que la gente ajena a la literatura vasca podrá conocer directamente algunos puntos de vista que desconocía. Lo que dice, no lo que dicen que dice.
Asegura en un momento del libro que la literatura "despliega una inofensividad que impide que se haga nada contra ella ni con ella".
Una vez oí a una madre diciendo al niño: "Coge un libro, que no muerde". Para que se quedara quieto en una esquina, leyendo, y dejara de molestar. Claro que no muerden los libros, pero bueno, estaría bien que mordieran un poco. Ojala no fuera tan inocua la literatura, cualquier literatura. No sería mala señal que la gente, en vez de hechizarse con la televisión, se indispusiera de vez en cuando con alguna enfermedad de transmisión textual.