Dirección: David Yates Guion: Steve Kloves; basado en la obra de J.K. Rowling. Intérpretes: Daniel Radcliffe, Rupert Grint, Emma Watson, Ralph Fiennes y Helena Bonham Carter Nacionalidad: Gran Bretaña. 2011 Duración: 130 minutos.
CULMINAR la serie dedicada a Harry Potter, tal vez el trabajo más mastodóntico del cine del presente, reclamaba hacerlo en clave solemne, con nota hiperbólica. Así que al colofón se le ha dado toda la pirotecnia posible para un fenómeno cinematográfico anclado en un negocio editorial que ha batido todos los récords, por lo que se refiere a su volumen de ganancias. Toda una generación ha crecido con Harry Potter, toda una generación que ha dado lugar a la que puede ser la primera camada global educada a golpe de la misma varita mágica. Varita, eso sí, blandida bajo el rancio abolengo británico en el que todavía son perceptibles los viejos rituales de la educación inglesa: uniforme uniformador, espíritu de clase, sentido gregario y culto al clan.
Siete novelas, ocho películas, millones de libros, millones de entradas... cifras que culminan en una sensación extraña. La principal, la de haber visto envejecer a sus jóvenes protagonistas con la sensación de que nunca han conseguido zafarse de ese aspecto de bonsáis que nunca maduran.
De hecho, el epílogo de esta segunda parte de la novela de Las reliquias de la muerte, culmina con una cabriola temporal por la que, con escasa brillantez por parte del departamento de maquillaje, vemos a parte de sus protagonistas envejecer 19 años en un gesto que perpetúa la misma historia. Un final bucle, una circunferencia que se cierra sobre sí misma devolviendo una sensación de asfixia convencional muy acorde con el espíritu conservador de la historia de J.K. Rowling. Volver a empezar.
Cuatro directores, Chris Columbus, Alfonso Cuarón, Mike Newell y David Yates han pasado por la serie, sin que su presencia logre imponer el más mínimo gesto autoral a lo que obedece a una producción industrial ajena a miradas artísticas. Y ahora, David Yates cierra la historia con ese mismo tono anónimo que ha salpicado a todas las entregas anteriores. En ese sentido hay una cierta corresponsabilidad entre las ambiciones literarias de su autora y el acabado cinematográfico de sus adaptaciones. Cine pues, mainstream, destinado a no traspasar el umbral de lo que pueda incomodar al gran público y, en consecuencia, obsesionado con agradar a las mayorías.
Sin embargo, la última entrega, junto a la película de Cuarón, la más oscura de todas, se abisma en un desafío. Se nos ha advertido con insistencia que el ser humano no puede ni debe mirar fijamente ni al sol ni a la muerte, pero como aquí termina la historia de Harry Potter, es la muerte la que impone su presencia. Ella y el encaje final por el que todos los cabos sueltos se reanudan para dar sentido a un relato que ambiciona recoger el testigo de las viejas fábulas.
Faltan honduras subterráneas y verdadero roce simbólico. Sobran concesiones y exceso de blandura. En la versión fílmica además, se impone una condena, la de la falta de carisma de Daniel Radcliffe, Rupert Grint y Emma Watson, en ese orden. Radcliffe ha envejecido sin crecer; Grint no puede superar su vocación de secundario; y, tal vez, Emma Watson sea la única que pueda (re)hacer una carrera interpretativa.
Sin pasión no hay posibilidad de fuego ni empatía. Se dice en un momento de la película. La cuestión no es la cantidad sino la convicción. Sin embargo, Yates sólo dispone de cantidad. Cantidad de efectos especiales que no son sino derivaciones reconocibles de otros títulos taquilleros. Tampoco puede/sabe utilizar otra de las escasas reflexiones de interés que pone Rowling en su novela: la magia de las palabras. Si se cambia palabras por cine, que es la única esencia que aquí debe importar, surge la clave de lo que le falta a este filme sobre magos: magia cinematográfica.