ERA en el Teatro Principal. Allí se escondían los mejores minutos de música de los miles que han girado en otro nuevo torbellino de partituras festivaleras. Los puso el único que caminó sólo, el músico que más ha trabajado, que más se ha desdoblado a lo largo de la semana. El único que no se aplicó ese ritmo de avión-hotel-avión en el que viven la mayoría de intérpretes en el intenso verano de jazz europeo, y, además de mostrar su sello pianístico, lo enseñó. Impartió y repartió.

El Principal aprovecha cada año -antes su papel lo ejercía el Aula Fundación Caja Vital- la serena programación de julio para vestirse toda una semana de vanguardia. Las tardes no sólo pertenecen ya al teatro familiar, sino que niegan las siestas de Tour de Francia a golpe de improvisación. Esa improvisación que nunca sale de la nada, de una quintaesencia alojada en los artistas por azar genético. Porque, si sólo fuera suerte, acabaría por estrellarse contra el telón. Y es que sólo hay una cosa segura con la suerte... Cambiará.

No la necesita, nunca la invoca el primero de los invitados al ciclo, un José Guereñu que aparcó sus bafles visiblemente nervioso el lunes. Ha girado por medio mundo, sus manos caminan por el traste con tanta inercia de costumbre como el que recorre, sin pensarlo, el camino a casa. Y, quizás precisamente por eso, por jugar esta vez en casa, en la fiesta más importante de su gran casa, Gere sentía esta vez un temblor inusitado que se calmó nada más saltar al mástil y poner viento en las velas.

Algo tendría que ver en esa anticipada inquietud el hecho de jugar también en una insólita compañía, de ejercer mimbres de anfitrión con un Lou Marini que sumó el otro cincuenta por ciento de Konexioa en un evento que se alargó en el tiempo y rompió la tradición de poco público en el arranque del ciclo vespertino. A Marini también se le notaban las tablas al saxo, un instrumento que volvió a tomar, dejándose llevar por los ritmos del festival, a la espontánea y callejera invitación de Raúl Romo. Otra Konexioa, esta en formato jam más inesperado que improvisado.

Mucha calle tiene también el músico de Baiona Michel Portal. Y ésta le ha regalado experiencias, encuentros y sendas que son claves en la brisa de su jazz. Una brisa libre que se desparrama en su fraseo primario, esencial, en busca de esos mismos códigos con que inició su carrera. Amborse Akinmusire fue una muy buena compañía en este viaje. El que propuso el Principal alcanzó su tercera estación con David Binney, que volvió a atraer al habitual aforo de un espacio que siempre respira reposado. "Tenían que quitar la música antes de los conciertos", propone alguien. Así serían las suaves conversaciones -y no un refrito al azar- las que recibirían a los artistas, como un rumor que se va apagando al ritmo de las luces hasta dejar paso a la música. La de Binney continuó el que le abrió el conceptual Portal el día anterior, entre la descarga desbocada y la nota palpitantemente orgánica. Tres saxos habían sido protagonistas hasta entonces. Era la hora de pulsar nuevas teclas. Las de dos pianos que no se olvidarán.

Mucho se había hablado del joven pianista cubano Alfredo Rodríguez. El nuevo talento del teclado. La estrella habanera con los brillos más intensos. Sus impresionantes vídeos de youtube, al piano de su padrino Quincy Jones. Mucho se había hablado, y más que se hablará, porque cuando uno disfruta la música del intérprete sólo puede verse futuro, futuro y más futuro, un dominio del jazz que resulta increíblemente integrado ya en su trabajo, muy bien secundado por el contrabajista Reinier Elizarde y el baterista Henry Cole.

No hubo, sin embargo, esos códigos eminentemente latinos que proponían las crónicas, que invitaban a imaginar a Rodríguez como una suerte de nuevo Bebo Valdés o Michel Camilo. El pianista apretó los dientes y lanzó una catarata de notas que no dejó tiempo a la respiración. Ya saben que si se llega tarde, hay que esperar hasta que acabe la canción en curso para buscar butaca. Los que lo hicieron ese día tuvieron que morderse las uñas media hora en el primer tema.

In crescendo. Así viajaba, al pasar su ecuador, un Jazz del Siglo XXI con buenos aforos -salvo el último- y mejores aforados, público respetuoso con la música y agradecido cuando ésta es verdadera. Y se notaba, al finalizar la velada del viernes, que la sinceridad y el virtuosismo habían sido uno en el músico que había conquistado al respetable del Principal. Y es que, si uno es realmente uno, con uno basta.

Más que notas, aquello pareció cosa de letras. Hersch propuso una suerte de libro de relatos en el que, con temas y paisajes diversos, siempre mantuvo su estilo narrativo, su caricia sobre las teclas, frotándolas para sacarles los deseos y la magia. Ya podían ser cuentos de eco clásico, experimentales ejercicios propios de beatnik o realismo mágico preñado de folklore. Todo sonaba, sobre todo, al propio intérprete, mimetizado con la música como un camaleón. Y los camaleones, fuera del tópico, no se ocultan en el ambiente, sino que se adaptan a la meteorología o muestran así su estado de ánimo.

El de Hersch -serio, tranquilo, pausado- se acoge a la música y aplica su temple al instrumento, concentrado, gustoso de compartir con los alumnos del seminario de este año sus consejos, entregado en la hora y media de concierto a su discurso, todo un reto físico que culminó, incluso, con un bis. La segunda propina fue largamente exigida con calurosos aplausos, pero todo el mundo entendió que era demasiado. Y lo premió con otra ovación cuando salió a saludar.

De no ser por Hersch, el in crescendo se hubiera mantenido hasta el final, porque la última visita también cumplió con creces. Pero, después de ese puerto de primera, la meta tenía que localizarse, a la fuerza, unos metros más abajo. Con elegancia, la trompeta de Jeremy Pelt guió hasta el final de la última etapa con un jazz provisto de todas las connotaciones clásicas, de ese que transporta en su fraseo sin apenas darse uno cuenta, como una banda sonora que no interfiere la película. Los reflejos de la trompeta de Pelt viajaban por el teatro como las sombras de Peter Pan, siempre dispuestos a imaginar un sueño.

A la salida, apenas cuatro discos de Hersch en la balda, agotado ya su Alone at the vanguard. Sensación de trabajo bien hecho entre el personal del Principal -siempre atentos a sentar con rapidez entre tema y tema, a detectar al avispado de turno con sus cegadores flashes, a canalizar el minuto punta (no es la hora punta, como dice el tópico) en torno a menos diez-, pero también entre el público de abono y el que seguro ha acudido a cuantas veladas ha podido, en busca de jazz de calidad, en un ambiente muy acorde, y -por qué no decirlo- más barato. Condiciones, todas ellas, que siempre se ganarán todos los aplausos de Gasteiz para este ciclo que, encima, -y perdonen la subjetividad- deja el mejor concierto del festival. Y que caiga el telón.