Uno de los fenómenos gastronómicos que más pueden sorprender al espectador neutral es, seguramente, la incontenible afición desarrollada por los españoles hacia el pescado preparado al modo japonés, en sushi o sashimi, es decir, sin que haya sido cocinado en el sentido tradicional de la palabra.

Bien mirado, no es nada extraño. Hace treinta, cuarenta años, al español le producía rechazo la idea de comer pescado "crudo", como decía; eso sí, devoraba por toneladas boquerones en vinagre, en tiempos en los que nada se sabía de algo llamado anisakis, y disfrutaba del salmón ahumado... cuando podía, que eran pocas veces. Lo cierto es que no se daban las condiciones para que el consumo de pescado sin cocinar se generalizase: faltaban medios de transporte, faltaban instalaciones frigoríficas...

El consumidor asistió, desconfiado, a hechos como la inclusión en la carta de la pionera de la cocina gallega moderna, Toñi Vicente, de su después famosísima ensalada de lubina marinada, que suscitó opiniones encontradas y, la verdad, estaba, y sigue estando, buenísima.

Otros restaurantes empezaron a aplicar la técnica del tartar, hasta entonces reservada a las carnes, a determinados pescados, como la lubina o el atún; la moda del carpaccio trajo consigo, también, la ampliación del repertorio del solomillo de vacuno a mariscos y pescados. Y es que íbamos ya empezando a poder fiarnos del pescado crudo, a estar seguros de que iba a llegar a nuestras manos en perfectas condiciones.

Y, en ésas, llegaron los japoneses. Los peruanos y sus cebiches, más afines a nuestro paladar, ya estaban, pero... el problema era la confianza en esas materias primas. Los japoneses, salvo los pioneros, coincidieron con la posibilidad de encontrar pescados en estado perfecto para ser consumidos en crudo, incluso con un brevísimo aliño, como los segundos que se sumerge un sushi, un sashimi, en la salsa de soja alegrada por el wasabi.

Poco a poco, el consumidor fue estableciendo sus pescados favoritos para este tipo de preparaciones, y acabó eligiendo cosas como la lubina, el salmón... y los atunes.

Llega el verano, y como siempre hicieron en este país los grandes señores, el atún blanco se dispone a veranear en el Cantábrico. Es el aristócrata de la familia. Desde comienzos de junio se le pesca en esas aguas, para convertirlo en platos magníficos, bien enraizados en nuestra cultura gastronómica: ahí está ese monumento nacido a bordo que llamamos marmitako, esa contundencia veraniega que es el bonito a la riojana, con tomates y pimiento, o esa creación llena de carácter que es el bonito encebollado...

Atún blanco Advertencia: decimos "bonito" porque así se ha dicho hasta hace dos días, aunque sepamos que ese pescado no es el bonito propiamente dicho, sino el atún blanco o, si se quiere, bonito del Norte.

Un pescado que acepta cualquiera de las fórmulas "en crudo" antes mencionadas. Así que el otro día, ante una hermosa rodaja de atún blanco, pensamos en tomar un poco de cada una, para conseguir un plato con sabor y con picardía, que combine una sensación marina con el calor de diversos elementos picantes.

Picamos a cuchillo -imprescindible- nuestro atún, lo salamos ligeramente y lo pusimos en un bol, cubierto con los zumos de una naranja y un limón. Estuvo algo más de media hora macerando en la nevera. Es el, digamos, paso cebiche. Así ya estaría rico, pero... demasiado inocente. Falta picardía.

Pusimos en otro bol tres cucharadas de mahonesa y una de mostaza francesa. Aceite de oliva. Además, un golpe de salsa tabasco, otro de Lea & Perrins, unas ralladuras de jengibre fresco, dos o tres guindillas verdes de Ybarra bien picaditas, cebolleta en el mismo estado, un par de pepinillos en daditos... Para el apunte oriental, una cucharada de salsa de soja, en nuestro caso sin wasabi; finalmente, un par de vueltas de molinillo de pimienta.

Sacamos el pescado del jugo de cítricos y lo unimos a la mezcla del segundo bol, mezclando con suavidad pero con la decisión necesaria para lograr un conjunto bastante homogéneo, que repartimos en los platos con ayuda de unos moldes cilíndricos donde compactamos la mezcla. Decoramos con un poco de rúcula, desmoldamos y... ya.

Tampoco le hubiera ido mal el contrapunto, como guarnición, de unas finas rodajas de pepino previamente purgado: el pepino acompaña bien los platos que calientan la boca.

Con cerveza, mejor Más difícil es acertar en lo líquido. Al vino, en este caso blanco, no suelen sentarle bien los toques picantes. Una cerveza tipo pilsen puede ir muy bien. Y, si no, nada mejor que apelar a ese maravilloso comodín que es un buen champaña -vale un buen cava- bien seco, o sea, bien brut, y bien frío: eso no decepciona jamás. Y, además... a tal señor, tal honor. ¿O no habíamos quedado en que el bonito del Norte es el auténtico aristócrata de la familia...?