Si la experiencia es un grado, ¿de dónde sacó Johan Lorbeer los otros ochenta y nueve? Centenares de personas acudieron a calentar su imaginación alrededor de Ninety Degrees, último espectáculo del artista alemán, de estreno ayer en Gasteiz. Si hace dos años se había apoyado a tres metros del suelo de la Virgen Blanca, ¿qué no podría hacer el cuestionador de la física?

La imagen que ya observan habla a las claras. Puede más que estas palabras. Desvela lo que muchos esperaban. En la terraza del museo se servían chupitos de incertidumbre, acrecentada, como es menester, por la clásica lona que abre la puerta a las divagaciones más peregrinas. Estaba claro que la cosa volvería a ir de fachadas, pero la caja negra que envolvía el secreto se empeñaba en ocultar la verdad.

Lo hizo durante media hora sobre el horario previsto, tiempo en que a los niños les dio tiempo a inventar numerosos juegos para vencer una y otra vez al hastío. Quién sabe si Lorbeer comenzó también así a crear sus piruetas visuales, tratando de matar el tiempo, o al menos de traspasarlo como un David Copperfield empeñado en atravesar de lado a lado la muralla china, esa que dividía, que enfrentaba, que ¿defendía?, y que ahora recorren turistas extasiados.

Dispuestos a tragarse el cuento chino estaban más de un millar de vitorianos en la plaza del Artium. Ante tamaña reunión, el subconsciente hace de las suyas, y alguien entona la canción de Celedón. Peligro. Si los genes de la masa se revolucionan, Lorbeer quizás se vea obligado a vestirse de aldeano.

No es así. A las 19.02, el telón cae. El artista vuelve a negar la gravedad, sentado -en paralelo al suelo- sobre la fachada lateral del museo. Hay ese murmullo clásico. Y los correspondientes aplausos. Y luego nadie dice nada. Porque todo el mundo sigue mirando, y comienza a sonreír. Lorbeer ha cumplido.

Mueve un poco la mano izquierda. No pasa nada. Se rasca el torso con la derecha. El conjunto sigue en su sitio. El conjunto, claro está, que él mismo compone, ya que no hay silla a pesar de estar sentado. Lorbeer aprovecha la esquina del edificio, que sirve de apoyo a sus posaderas.

Los fieles a Johan creen en él desde su visita en 2008. Pero es mejor comprobarlo de cerca, con los propios ojos. Hasta la escultura de La mirada parece mirar de reojo, incrédula. Lorbeer... para creer. La procesión comienza su curso.

De cerca, la impresión es mayor, aunque todo el mundo busca el truco bajo la ropa. Bajo el vaquero sospechosamente pegado a la pared. Bajo la demasiado hinchada camisa. Pues sí, señores, tiene trampa. Si no, tendríamos que adorar a Lorbeer y construir iglesias para preservar y extender su culto. La cuestión, aquí, es disfrutar del engaño.

"Tiene como un hierro aquí, si no lo tuviera...", aventura un txiki. "Ojalá pudiera hacer yo eso, andar por las paredes", sueña otro en alto. Y, un poco más alto, a tres metros, Lorbeer sigue en la misma postura, jugándose el riego para toda la vida. Fotógrafos y cámaras de televisión se empeñan en la fotografía del contrapicado. Los espectadores apuestan por el encuadre del móvil. "Por lo menos, una cosa que no había visto", se conforma un hombre mayor.

El que no lo hace es William Easton, que conoce -al menos- seiscientos juegos de magia. Ayer comenzó a compartirlos con el público vitoriano, en una carpa anexa al museo. La mecánica es sencilla. El visitante elige una caja, espera su turno, y el mago realiza para él -y el resto del público- el juego escogido. A la carta... Y, muchos de ellos, de cartas. Juegos rápidos, para que todos puedan disfrutar de ese momento exclusivo. El Flip flop card, por ejemplo, dura apenas treinta segundos. La niña que cogió la carta todavía está elucubrando. Pyjama card, Optical prediction, Reverse matrix, Houdini cube... Juegos de Easton y de decenas de magos de toda la historia del ilusionismo. Hasta un Porno card, quizás para otros horarios y públicos.

Seiscientos juegos y una postura. Todos se repiten hasta el sábado, para tratar de conquistar más ojos y mentes. Está claro que la magia sigue siendo cosa de miradas. Y, más aún, que Lorbeer planchó ayer la almohada con su oreja izquierda.