Hasta el próximo 11 de julio, el planeta será un inmenso balón de fútbol, esperemos que más estable que el saltarín Jabulani de esta Copa del Mundo.
Miles de millones de personas miran a Sudáfrica -y, ay, escuchan sus vuvuzelas- con ilusión, una ilusión que, al final, sólo se cumplirá para los seguidores de una de las treinta y dos selecciones participantes, así que mejor será tomárselo con filosofía y deportividad y disfrutar lo que se pueda.
Parece que no han sido muchos los aficionados españoles que se han desplazado al África más austral. Normal: está muy lejos. De Madrid a Ciudad del Cabo, más de 8.700 kilómetros, que son dos mil menos de los que separan a un porteño que siga a la albiceleste de la misma ciudad sudafricana... aunque haya comentaristas que se extrañen de la gran afluencia de aficionados argentinos. No tienen a mano un globo terráqueo, parece.
Bien, aquí no solemos hablar de fútbol, sino de gastronomía. Quienes hayan viajado a Sudáfrica tendrán una buena ocasión de probar su cocina, con raíces bantúes, zulúes, afrikaaners, británicas y, cómo no, indostánicas. Podrán familiarizarse con las carnes de avestruz, antílope, cocodrilo... carnes que, entre nosotros, nunca han pasado de ser unas curiosidades. También podrán saborear los mariscos de El Cabo, aunque creo que en ese terreno aquí jugamos con ventaja.
Más interés tiene lo líquido A los aficionados al fútbol se les asocia con la cerveza. Bueno, los colonizadores de la actual Sudáfrica procedían de países tan cerveceros como Holanda e Inglaterra; la cerveza sudafricana tiene más que ver con la primera que con la segunda, la más difundida es la tipo lager. Por cerveza no hay problemas.
En cuanto al vino... Bueno, Sudáfrica es un buen productor desde mediados del XVII, es decir, alrededor de un siglo después que Chile o Argentina, aunque antes que California. Hasta la llegada de los exiliados hugonotes franceses, a finales de ese siglo, los vinos eran más que nada vinos de postre. Hoy se elaboran allí buenos vinos, de los que seguramente sean más interesantes los blancos que los tintos. Estos últimos se elaboran con las variedades francesas presentes en todas partes: cabernet sauvignon, merlot, syrah, pinot noir... y la variedad local llamada pinotage, cruce de la pinot noir y la cinsault, que allí se llamaba hermitage, lo que dio origen al nombrecito.
En blancos, chenin blanc -importada por los hugonotes-, chardonnay y, sobre todo, sauvignon blanc. Esta última es una variedad blanca originaria de Burdeos, donde se utiliza en la mayoría de los vinos blancos secos; también está presente en los del Loira. Pero lo que más nos interesa a nosotros es que con ella se elaboran blancos muy agradables mucho más cerca: en Rueda.
La sauvignon blanc da vinos que, normalmente, no tienen crianza en madera, sólo una prudente estancia en acero. Vinos frescos, con aromas vegetales, desde la hierba recién cortada a frutas más o menos exóticas. Vinos con una acidez que les hace soportar compañías sólidas que resultan incómodas para otras variedades, caso de los sushis y de los cebiches con cilantro. Por supuesto, se llevan bien con los mariscos y los pescados, incluso con los ahumados. Lo normal es beberlos fresquitos.
En Rueda se utiliza esta variedad. Puede usarse junto con la reina de las blancas castellanas, la verdejo; pero hay interesantes monovarietales de sauvignon blanc. No es que esta variedad sea la imagen de los vinos de la Rueda actual, porque ese papel está reservado a la verdejo; pero está ahí, y se vinifica con mucho tiento; un sauvignon blanc de Rueda es un vino que puede sorprender agradablemente a quienes no lo conozcan, y les aseguro que vale la pena conocerlo. No es que sea una variedad maravillosa como la chardonnay, ni como la citada verdejo o las gallegas albariño, godello y treixadura; pero sus vinos se beben con formidable placer.
De modo que ya lo saben. Si quieren entrar en ambiente desde el sillón de su casa, sea en el partido que en Sudáfrica se juega después de comer (13.30) o en el que allá se disputa después de cenar (20.30), que para nosotros son dos claros partidos de aperitivo, metan previamente una botellita de sauvignon blanc de Rueda en la nevera y descórchenla justo cuando suenan los himnos nacionales; la pueden acompañar, por ejemplo, con unos buenos mejillones en escabeche, que no se achicará ante el pimentón. Una copita de este vino, la televisión casi mejor sin sonido y la ilusión intacta, por lo menos hasta los octavos de final. Ahí ya... En fin, malo será que una Copa del Mundo regada con vino de Rueda no llegue más lejos que de costumbre la selección española. Y si no llega -los demás también juegan, y hay unos cuantos que también son muy buenos- pues otra vez será.