Dirección: Michael J. Bassett. Guión: Michael J. Bassett; basado en Robert E. Howard. Intérpretes: James Purefoy, Pete Postlethwaite, Max Von Sydow y Jason Flemyng. Nacionalidad: Francia y Reino Unido. 2009. Duración: 106 minutos.

Robert E. Howard dejó un cadáver joven y una fantástica herencia literaria. Nació el 22 de enero de 1906 y se pegó un tiro el 11 de junio de 1936. En las navidades de 1932 publicó El Fénix en la espada y con ella, en su núcleo decisivo, nos regaló a Conan. Howard lo condenó con pocas palabras: "(...) es el rey de la nación más grande de Hiboria. Su vida de rey, sin embargo, no es un lecho de rosas". La vida de Howard, que entonces tenía 26 años, como la de Conan, fue dura y extraña. Se mató horas antes de que muriese su madre. Conan le sobrevivió, hoy ya es leyenda. Lo que ya pocos recuerdan es que, para alimentar al héroe de Cimmeria, su creador decidió abandonar a su suerte a Solomon Kane, un mercenario nacido por su inventiva en Devonshire, Inglaterra, durante la época de la regencia de Isabel I. O sea, en el principio fue Solomon Kane, después vino Conan.

Weird Tales, el hogar literario en el que reinó Lovecraft, amigo de Howard, fue el puerto en el que apareció Solomon Kane. A lo largo de cuatro años y en diferentes aventuras, Kane recorrió Francia, España, Italia, el norte de África y Portugal, poseído por un furor misántropo y justiciero y aquejado por las sombras de la culpa. Con él, había y hay un buen material para adentrarse en el cine de acción y fantasía. Y además, lejos de cierto maniqueísmo simplista tan dañino para el género, Howard, como también hizo con Conan, supo alumbrar una criatura para quien la existencia tenía más espinas que rosas, más sombras que luz. Los demonios del remordimiento acosan a Kane a quien como cristiano que peca, una cruz le aguarda y una cruz le aplasta.

Hay que escarbar en el nombre del director británico Michael J. Bassett para percibir que su solidez narrativa no es casualidad. Autor de títulos como Deathwatch (2002) y Wilderness (2006), Bassett, cuya autoría en el filme viene refrendada por su implicación en el guión, demuestra una extraña identificación con el tejano Howard. Su Solomon Kane no sólo recupera buena parte del encanto juvenil del Conan de Schwarzenegger dirigido por John Milius, en la primera entrega y por Richard Fleischer, en la segunda. Basset va más lejos al fundir las mimbres de esa contemporaneidad hecha de estética de videojuego y de retoque informático, con el desenfado aventurero del cine clásico de los años 30. También es importante la atmósfera felizmente recreada por el director de fotografía, Dan Laustsen (El Pacto de los Lobos, Silent Hill). Pero lo mejor reside en la adecuación del actor protagonista, James Purefoy, al personaje y en el ritmo febril de una puesta en escena capaz de retroalimentarse a golpe de guiño, de subrayado y de inventiva.

Solomon Kane es una de esas películas que, si se ven con poca edad, jamás se olvidan. Es ese tipo de propuestas en las que, si el tiempo no ha corroído la capacidad de gozo del espectador ni su capacidad de driblar a la incredulidad, aunque se sea octogenario se percibe un gran espectáculo.

Con él y en él, se perfila un retrato sobre la crueldad de los hombres, la superstición y la fe. Si la ciencia ficción habla de los sueños del presente con el pretexto del futuro, el cine de espada y brujería habla de los miedos eternos con la coartada de la fantasía. Sería un error menospreciar su valor por su adscripción a género tan humilde. Son muchos los que naufragan en estas aguas. ¿Recuerdan el Beowulf de Zemeckis? No es el caso de Basset. Aquí, liberado del hieratismo de la tecnología, se destila un inteligente homenaje al mundo de Howard. O sea, estamos a las puertas de una nueva trilogía y ante una vieja reivindicación: volver a Howard y (re)leer a Kane.