De todos los animales que pueblan los mares seguramente sea el pulpo, después del tiburón, el que haya tenido peor fama a lo largo de la historia; se le ha atribuido la condición de antropófago, se le ha hecho incluso responsable de naufragios... El pulpo es por completo inocente de todas estas acusaciones, como parece ahora que el tiburón, o al menos la mayoría de los peces así llamados, tampoco es tan fiero como lo pintan.

Yo, de todas maneras, cedo gustoso el privilegio de nadar entre tiburones a los osados operadores de National Geographic u otras productoras de espléndidos documentales sobre la naturaleza marina.

En cambio, encontrarme en el agua con algún pulpo pude tener, es cierto, consecuencias fatales... pero para el pulpo. Pobre pulpo, al que tanto daño han hecho autores como Julio Verne -recuerden el ataque de pulpos gigantes al Nautilus en 20.000 leguas de viaje submarino- o Víctor Hugo, que se espantaba ante la posibilidad de ser sorbido vivo por uno de estos cefalópodos.

El pulpo es, al contrario, un animal tímido y bastante huidizo, que tiene en la huida y el camuflaje su mejor defensa cuando se ve atacado. Capaz de cambiar de color y mimetizarse con el entorno, si eso no basta expulsa un chorro de lo que llamamos tinta que oscurece el agua próxima y le permite poner pies en polvorosa, cosa muy práctica cuando se tienen nada menos que ocho patas.

Es un auténtico gourmet: le gusta sobre todo comer marisco.

Cangrejos, langostas, centollos, almejas... Como comprenderán ustedes, un animal que se nutre de semejantes exquisiteces tiene que estar muy rico. Lo está. Pero su aprecio no es universal: a los anglosajones se les hace bastante cuesta arriba comerse un pulpo, en tanto que a los mediterráneos y a los japoneses les apasiona. Eso sí, a cada cual a su manera.

Ahora, desde la irrupción en Occidente de lo que todo el mundo llama cocina de fusión quizá para no llamarle por su nombre -cocina japonesa-, los modos culinarios de los hijos del Sol naciente han llegado incluso a las preparaciones de este sabrosísimo molusco en las zonas donde habitualmente es valorado. De ese modo, proliferan las presentaciones, muy bonitas ellas, eso sí, en las que el pulpo llega en láminas que parecen cortadas con algún instrumento quirúrgico, compitiendo en grosor con el clásico papel de fumar. No es que el pulpo así esté malo, no, pero... es menos pulpo. Porque una de las virtudes del pulpo, una de las cosas que sus partidarios aprecian más, es su textura: ha de triscar en la boca, ser resistente al diente. Y lograrlo es un arte, porque las carnes del pulpo son duras donde las haya, y antes de cocinarlas hay que hacer ver al animalito la obligación que tiene de ablandarse. Hasta hace algunos años, esto se conseguía mediante el expeditivo sistema de darle una buena paliza, golpeándolo contra las rocas, o las escaleras del muelle, si son de piedra. Hoy no hace falta: basta con congelarlo y, tras un plazo razonable, descongelarlo para romper sus fibras y dejarlo en condiciones de ser un gran plato. Que lo es. Un paisano gallego -en Galicia el pulpo, simplemente cocido, cortado en rodajas y aliñado con aceite, sal gorda y pimentón más o menos picante es uno de los platos más característicos- decía, al probarlo: "¡No tiene huesos, ni pellejos, ni espinas...! ¡Es todo carne...! ¡Y qué carne!". No pierdan la ocasión de comprobarlo; pero si piden pulpo, que les den pulpo, y no unas obleas marinas. Respecto al cómo... Bueno, el pulpo que los gallegos llamamos à feira, porque es en las ferias de ganado donde se prepara mejor, y los demás llaman "a la gallega" es la fórmula más popular, pero no la única. En Madrid gusta bastante el pulpo en vinagreta, frío; en Murcia, el pulpo asado... Vamos a proponerles una receta diferente. Se trata de un pulpo con garbanzos, receta de pescadores del litoral malagueño. Como pasos previos, descongelen un pulpo de un kilo y pongan a remojo medio kilo de garbanzos.

Cuezan el pulpo; déjenlo al dente, porque seguirá cociendo más tarde. Córtenlo en trozos de un par de centímetros. Cuezan también en agua hirviendo los garbanzos con una cebolla entera, una cabeza de ajos y una patata. Mientras, hagan un sofrito friendo otra cebolla, picada muy fina, en una sartén con medio vaso de aceite de oliva. Añadan un pimiento verde, también muy picado. Cuando la cebolla esté transparente, aparten la sartén del fuego para añadir una cucharada de pimentón -mejor agridulce- cuando el aceite se haya enfriado un poco.

Cuando los garbanzos empiecen a ablandarse, retiren de la olla la patata, la cebolla y los ajos; pelen éstos, y machaquen todo eso en el mortero. Incorporen a la olla este majado, el sofrito y el pulpo, dejen cocer otros diez minutos... y listo. Un tinto con cuerpo le irá de maravilla a esta otra forma de saborear el calumniado y tímido pulpo de nuestras costas.