Definen los psiquiatras el Síndrome de Stendhal como la respuesta psicosomática de sentirse abrumado por el arte o la belleza. Dicen que causa taquicardias, sudoración, felicidad y palpitaciones. Es decir, que cuando el cerebro de las personas especialmente sensibles se expone a tanta sublimidad, sus cuerpos reaccionan con reflejos físicos. Al parecer, el síndrome tuvo su origen en un escritor francés que visitó la basílica gótica de Santa Croce en Florencia y quedó fuera de juego al contemplarla. Él vivió en una época inmersa en el Romanticismo, en la que ese ambiguo concepto de la belleza era aceptado sin dudas y campaba a sus anchas, rodeado de emoción e imaginación. Si yo hubiera nacido por aquellos años, pese a haber sido igualmente una mujer con pocas posibilidades de hacer lo que me diera la gana, me imagino como una artista polifacética, seguramente sin un duro, pero feliz. Porque la imaginación y la emoción, como bien sabían en el Romanticismo, son gratuitas, impredecibles y maravillosas. Y me visualizo también con palpitaciones al observar petrificada de asombro bellezas como las que contempló Marie-Henri Beyle. Seguramente por mí no hubieran bautizado ningún síndrome, pero hubiera sentido lo mismo que él, porque es lo que siento cuando me dejo llevar ante algo bello. Yo soy la que no puede reprimir el llanto al escuchar una ópera o un concierto de jazz. Soy a la que se le eriza el pelo cuando la inmensidad de la Vía Láctea se le escapa de la vista en mi pueblo, uno de los pocos sitios donde todavía te abrazan las estrellas por las noches. Soy la que se queda literalmente sin aliento frente a la grandeza de las montañas en los Pirineos. Soy a la que deja inmóvil la majestuosidad del bosque. Y saber que hay quienes sienten lo mismo que yo me tranquiliza. Porque quizá no sea una enfermedad sino un don emocionarse con la belleza en este mundo tan extraño.
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