No soy de pronósticos y, menos, de apuestas. Sin embargo, esta vez creo que el futuro político inmediato en el Estado es bastante fácil de adivinar. Tarde o temprano (y me temo que será más temprano que tarde), Alberto Núñez Feijóo dormirá en La Moncloa. No será, ni remotamente, por sus méritos. En los tres años que lleva al frente del PP ha evidenciado un liderazgo (si le cabe tal palabra) entre gris plomo y gris ceniza. Su primera gran hazaña fue, no en vano, perder en apenas seis semanas la enorme ventaja que lo situaba con la mayoría suficiente para gobernar tras las elecciones de julio de 2023. Aquello lo remató con una investidura pifiada que lo dejó tocado para los restos, con la sombra de Isabel Díaz Ayuso siempre pendiendo sobre él. Pero, miren por dónde, al final la fortuna parece que empieza a sonreírle al gallego. Y quien dice la fortuna dice, en realidad, los frutos de la brutal campaña del ultramonte político y mediático contra el Gobierno de Pedro Sánchez, combinados con el estallido del cerdanazo y su casi imposible gestión por parte del líder socialista. Cierto que ha salido de muchas, pero, por eso mismo, por tener gastadas tantas vidas y porque en esta ocasión lo ha alcanzado la tormenta pluscuamperfecta, todo apunta al final de la era sanchista y al principio de la albertista. Es cierto que, hasta que se consume el cambio, todavía nos quedan un puñado de episodios, incluyendo, tal vez, algún amago de giro de guion, pero es mejor que vayamos interiorizando lo que se nos viene encima. Los movimientos que se han concretado en el último congreso de los genoveses, con la entronización de los perfiles menos dialogantes y más duros y serviles al amo, nos muestran la determinación del PP de instalarse en lo más profundo de la caverna. Si a eso le suman que los votos decisivos para la mayoría absoluta serán, casi seguramente, los de Vox, queda completo el panorama. Se aproximan tiempos recios.
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