Si en dos largos años de pandemia no aprendimos casi nada, es evidente que tampoco lo haremos después de un puñado de horas sin luz. Es verdad que le vimos las orejas al lobo y fuimos conscientes de lo poquita cosa que somos. Quizá nos duren un ratito el susto y el cabreo, pero mucho me temo que nuestros firmes propósitos de enmienda de los momentos de canguelo y congoja se irán diluyendo conforme pasen los días y volvamos a disfrutar, plácida y acríticamente, de nuestra dependencia energética. No lo anoto como reproche, sino como constatación. Este humilde tecleador será el primero en correr un tupido velo hasta la próxima situación de piernas temblonas. Hasta me consuelo en falso atribuyéndolo a la condición humana. Con todo, y puesto que todavía escribo más o menos en caliente, considero oportuno apuntar alguna lección que podríamos extraer de lo que nos ha tocado vivir. En el plano meramente individual, no me extiendo. Ya he mencionado lo principal: somos seres vulnerables. Como poco, tomemos conciencia permanente de ello, no solo en los instantes de tribulación. Y si vamos a lo institucional, más allá del aprovechamiento politiquero que recojo a la izquierda de esta página o –precisamente para combatirlo–, hay que empezar a ejercer la transparencia, pero no como formulismo para quedar bien. A la desinformación solo se le puede hacer frente con información y con explicaciones claras, incluso al precio de que los poderes públicos queden mal. Eso pasa por la determinación de no tomar por parva a la ciudadanía y, desde luego, por abandonar la soberbia y la suficiencia en la comunicación. Concretando, me refiero a la contundencia rayana en lo chulesco con la que se venía negando la posibilidad de que la red eléctrica del Estado sufriera un apagón. La derecha conspiranoica se está dando un festín repicando esas declaraciones que han quedado bochornosamente desmentidas por los hechos. Para lo sucesivo, vendría bien un poco de mesura.