Escuchas a un abuelo contándole a su nieta que allí, justo allí donde ahora hay unas torres altas, en sus tiempos había campos de labranza. Le cuenta que su padre tenía allí mismo un terreno y que él pasaba mucho tiempo jugando alrededor con palos, piedras… mientras su padre trabajaba. Tras contárselo, se ha quedado un rato mirando a los altos edificios en silencio, sin verlos, porque lo que él ve es el paisaje del recuerdo. Lo que él está viendo es su infancia en aquel espacio absorbido hoy por la ciudad, está oyendo el sonido del riachuelo al que tiraba piedras, está sintiendo las callosas manos de su padre cuando le cogía de la mano para volver a casa, el olor de su sudor tras el duro trabajo…

A medida que cumplimos años, miramos al paisaje que nos rodea y vemos mucho más de lo que alcanza nuestra mirada. Como por arte de magia, aparecen imágenes que relacionamos con lo que fuimos una vez en aquel espacio. Un banco en un parque será eternamente para alguien el testigo del primer beso; una mesa de un bar puede guardar el recuerdo de una conversación vital; una calle puede recordarnos cada vez la fatal llamada que recibimos un día allí mismo.

Los lugares guardan conversaciones, sonidos, olores, emociones. A veces nos dejamos llevar por ellas, y otras no, nos defendemos, recordándolas desde lejos, como recuerda Wislawa Szymborska el paisaje en uno de sus conocidos poemas.

Y ocurre igual con las personas. En muchos casos, sabemos lo que hubo antes de que fueran quienes son hoy o vemos en sus miradas los paisajes que un día compartimos. En los ojos de mi amiga veo su mirada traviesa de niña cuando nos escapábamos de clase; en la sonrisa de una antigua pareja, nuestra complicidad pasada; en las manos de mi madre, mi infancia entera.

En palabras de la poeta Louise Glück, “Miramos al mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”. Y la memoria, aunque a veces no seamos conscientes, está tan presente en nuestra vida como eso a lo que llamamos realidad.