La reciente sentencia que anula la licencia de rehabilitación del edificio de la calle Santiago, números 55-57-59, no es solo una victoria jurídica del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro en Álava. Es también —y sobre todo— un nuevo síntoma de una enfermedad cultural que se extiende por el territorio alavés: una preocupante indiferencia hacia todo lo que huela a cultura, a arte.
El caso es sencillo de entender, aunque complejo en sus implicaciones: el Ayuntamiento de Gasteiz concedió una licencia para intervenir un edificio emblemático sin exigir lo que la ley marca con claridad: que esa transformación estuviese firmada por un arquitecto. El resultado no fue una reparación puntual, se eliminó su reconocible envolvente metálica roja y, de paso, su escultura de Joaquín Lucarini. Nada de esto pareció importar a quienes dieron luz verde a la operación.
La Justicia, en un fallo lleno de sentido común, ha recordado que lo ejecutado no es una mera obra de mantenimiento, sino una nueva arquitectura. Una que borra de un plumazo una pieza singular de la ciudad, proyectada en 1967 por José Antonio Pérez Enciso, cuya fachada de color rojo funcionó durante años como tarjeta de presentación de la ciudad para quienes llegaban desde el sur. Hoy, esa tarjeta ha sido destrozada, deglutida, y sustituida por otra anodina e insulsa.
La cuestión, sin embargo, va más allá de lo arquitectónico. Lo que subyace aquí es una actitud institucional (y social) profundamente instalada en Álava: la cultura sigue ocupando un lugar marginal. No se valora, no se cuida. En este caso, la arquitectura, como la escultura pública o el patrimonio moderno, es percibida como un obstáculo para la eficiencia, como un adorno caro o innecesario, cuando no como una molestia. Todo se reduce a rendimientos, certificaciones, números y, si acaso, un acabado “moderno” que encaje con la estética generalista del momento. Lo singular molesta. Lo artístico incomoda.
El edificio de la calle Santiago no es solo una fachada que desaparece. Es una advertencia. Porque cuando una sociedad permite que sus referentes artísticos sean transformados o eliminados sin criterio, sin proyecto, sin debate, está diciendo algo de sí misma. Está dejando claro que la cultura no le importa. Que el arte le resulta ajeno. Que la sensibilidad artística, cultural, humanista… no forma parte de sus prioridades.
Y eso es lo verdaderamente alarmante: que este caso u otros no escandalicen más. Que no estén en el centro de la conversación pública. Que no haya una mínima exigencia ciudadana de cuidado hacia lo que hemos construido entre todos.
Una ciudad, un territorio, cuando deja de prestar atención a la cultura, al humanismo, al pensamiento, es que no funciona. Si la cultura es el envoltorio de una sociedad y ese envoltorio no se cuida, significa que esa sociedad no marcha. Y si además se aplaude su destrucción bajo la excusa de la eficiencia, entonces lo que falla no es solo el envoltorio, sino lo que hay dentro.