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‘Gerra eta denbora’

La exposición Gerra eta denbora: decrecimiento, en la sala Amárica, podría subtitularse “o cuando el arte pierde su batalla”, pues ninguno de los artistas u organizadores ha recibo honorarios por su trabajo.

Se presenta como una muestra militante (pero no en el arte), donde los artistas exponen para rechazar la guerra, el gasto armamentístico y la precarización de la vida. Sin embargo, tras la contundencia de su mensaje, aflora una contradicción preocupante: el papel del artista en una estructura que, mientras se reviste de compromiso, perpetúa la devaluación de su trabajo.

Se reivindica la paz, pero se normaliza la gratuidad del arte. Se denuncia la precarización laboral en sectores industriales, mientras se asume que los artistas pueden participar sin pago. Se genera conciencia sobre la destrucción de recursos, pero no se cuestiona la lógica que permite que una exposición se sostenga sobre la colaboración desinteresada de sus creadores. Como si la precariedad en el arte no fuera también síntoma de esas mismas dinámicas que se combaten en esa muestra.

La guerra que estos artistas han perdido es la de la dignificación de su trabajo. Sus gestores destacan el número de participantes, como si la cantidad de artistas fuese sinónimo de impacto. Sin embargo, una exposición no se mide por su número de artistas, así como la calidad artística no depende solo de su temática. El arte comprometido no puede reducirse a consignas ni medirse en cifras.

En la misma línea, la organización resalta la cantidad de visitas: más de mil en una semana. Un dato con el que pretenden desmontar la argumentación de nuestra Diputación sobre el cierre de la sala Amárica por “escasez de visitas”, cifradas en 4.000 al año. Sin embargo, este argumento es falaz, pues la valoración de un espacio expositivo no puede reducirse a un conteo de visitantes sin considerar su labor cultural y el impacto en el sector local del arte. Usar cifras como justificación para cerrar o mantener abierto un espacio es no entender que una sala expositiva no es un supermercado.

El problema no es la politización del arte, sino la instrumentalización del artista. Si esta muestra quiere interpelar a la gobernanza para cambiar el rumbo de la industria armamentística, debería empezar por señalar a los gestores culturales que exigen activismo sin pago. No se trata de pedir subvenciones, sino de rechazar la lógica de que el arte subsista en los márgenes del sistema, dependiendo siempre de la militancia y el voluntarismo. Los artistas también son trabajadores culturales y tienen derechos que deben respetarse.

Decir “no a la guerra” es sencillo. Decir “no al arte gratuito” en un contexto donde se da por sentado que el compromiso debe ser altruista es más complejo. Sin embargo, es una batalla que el arte debe librar si no quiere convertirse en un vehículo discursivo sin peso ni exigencia. De lo contrario, el mensaje quedará sepultado por la precariedad de quienes lo sostienen.