Son caprichosos los dioses de las urnas. Nos preparábamos para un recuento largo –“pueden ser días”, adelantaban los eruditos en la materia–, pero no demasiado entrada nuestra madrugada, los números iban apuntando a la enésima pifia de los vaticinios. La reñida pugna cogía pinta de victoria holgada de Donald Trump, que ya era irremisible al comienzo de los primeros informativos matinales y se terminaba de confirmar a las 11.23, cuando los 10 votos de Winsconsin caían de su lado y situaban su marcador todavía provisional en 277, siete por encima de la mayoría absoluta aritmética. Para entonces, ya llevaba horas el ceremonial de crujidos de dientes, hondos lamentos y frases lapidarias anunciando el apocalipsis y, cómo no, echando pestes sobre el pueblo ignorante que se deja manipular.

La memoria es tan flaca y los pseudoanálisis tan ventajistas, que se pasa por alto que hace cuatro años se aplaudía con las orejas a ese mismo pueblo que, según los titulares hiperventilados, había “derrotado al fascismo”. Quedan para nota venidas arriba como la del secretario general de Comisiones Obreras, Unai Sordo, que pontificó que el triunfo de Trump es “una desastrosa noticia para las clases populares”, sin reparar ni por un segundo en que esas clases populares mentadas con el paternalismo de costumbre son precisamente las que han impulsado la vuelta del demonio del pelo naranja a la Casa Blanca. Si se tratara de un fenómeno nuevo, cabría reaccionar con sorpresa, pero es que está sobradamente documentado desde hace tres decenios que el ascenso imparable de los populismos de ultraderecha se cimenta en el voto de las rentas más bajas. Como dijo ayer en Onda Vasca el profesor Iñigo Arbiol, es hora de dejar de llorar por las esquinas y (esto ya es cosecha mía) plantearse seriamente qué errores están cometiendo los demócratas para que regrese a la presidencia de Estados Unidos un corrupto condenado en un juicio penal.