Menuda puntería, la de este servidor. Mis vaticinios tienen el mismo tino que el que exhibió el lunes el responsable de redes del Marca que celebró a todo trapo el Balón de oro (ver espacio central de esta misma página) que se acabó llevando Rodri. En el plazo corto, ingenuo de mí, aposté por un acceso de dignidad de Yolanda Díaz que la llevaría a presentar su dimisión irrevocable no ya por tener en un puesto clave de su organización a un presunto depredador sexual, sino por la bochornosa gestión del asunto antes, durante y después del estallido. Lo de “hemos actuado con prontitud aunque tarde” queda para las antologías del disparate y de la longitud de morro. Y, volviendo a mis pronósticos fuleros, esta vez a unos calendarios vista, yo me acuso ante ustedes de haber escrito aquí mismo que Díaz era una de las políticas más serias y solventes de Hispanistán. Se me pone el rostro al rojo vivo solo al recordar tal exhibición de panchitismo interpretativo. En mi defensa alegaré que, a pesar de los pesares, la lideresa de Sumar ha acreditado un puñado de logros muy meritorios (las subidas sucesivas del SMI, sin ir más lejos), si bien también es cierto que esa trayectoria positiva se quebró prácticamente en el mismo instante en que fundó una plataforma electoral a mayor gloria de sí misma. Exceptuando el primer resultado ante las urnas –que, sin ser para echar cohetes, salvó mínimamente los muebles de la llamada izquierda confederal–, desde entonces, la abogada laboralista no ha dejado de encadenar meteduras de pata que han conducido a su partido al borde del abismo a una velocidad de autodestrucción incluso mayor que la que se llevó por delante a UPyD o, más recientemente, Ciudadanos. En esa situación crítica, al perro flaco yolandista le ha infestado la pulga Errejón. Pese a mi carrerón de pronósticos pifiados, creo que esta vez no me la juego mucho si auguro el final inminente de Sumar. Lo que ya no sé es si supondrá también el de Yolanda Díaz. Ahí no me atrevo a apostar.