Lo tienen a la izquierda de esta misma página. Al pasar de los calendarios, el 1 de octubre de 2017 ha devenido en un arsenal de nostalgia totalmente inofensiva. La intensidad de las voluntariosas proclamas en los mensajes de recuerdo es inversamente proporcional a la temperatura social, emocional y, sobre todo, política del soberanismo. Se diría que, siguiendo la costumbre instaurada tras la capitulación ante el unionismo borbónico de 1714, se está celebrando una derrota como si hubiera sido una victoria. De hecho, en buena parte de las declaraciones entusiastas de las últimas horas se califica expresamente como victoria lo que ocurrió en aquella jornada que –eso sí que nadie lo puede negar– resultó histórica. Y, sí, es indudable que es motivo para el orgullo haber burlado todos los esfuerzos de un estado que se empleó a fondo y sin escatimar en el uso de la violencia para impedir la celebración de la consulta. También lo es haber mantenido abiertas entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche aquellas urnas de plástico, restablecer las conexiones informáticas cada vez que los piolines las echaban abajo o, simplemente, depositar el voto con una ceja partida o los ojos llorosos por el gas pimienta.

Sin embargo, si comparamos aquella efervescencia con la situación actual, no encontramos demasiadas razones para festejar. Sin necesidad de mencionar el precio abonado con cárcel y exilio, ahí tenemos a las dos grandes siglas del soberanismo mentándose casi literalmente la madre a diario y en todos los foros posibles, incluidas las Cortes españolas, con el poder simbólico que conlleva eso. Y aunque se haya hecho mucho ruido con los indultos, la ley de amnistía o, ahora, la financiación singular, en la contraparte, aquel PSOE que firmó el 155 junto al PP de Mariano Rajoy hoy presume de haber pacificado Catalunya y, como guinda, exhibe la presidencia del Govern a modo de trofeo. ¿Seguro que fue una victoria?