Estaba claro que esta última vez Pedro Sánchez se iba a encontrar con un regalo envenenado. Había logrado, sí, la mayoría absoluta una vez más, pero era de temer que le esperaba una legislatura complicada. Arriesgó Sánchez, fiado de su buena fortuna, y aceptó seguir gobernando entre sobresaltos. Siete votos sumó Junts per Cat, siete votos que fueron de oro porque eran precisamente los que necesitaba Sánchez para gobernar. Ni en sus mejores sueños hubieran esperado los soberanistas catalanes de Puigdemont llegar a ser tan importantes. Pongamos que por el puro afán de permanecer en el poder o por el temor a una alternativa de derecha extrema y extrema derecha, entre unos y otros otorgaron a los restos de la antigua CiU la vara de mando.
Independientemente de que se considere justo reconocer que las condenas impuestas a los responsables del procés fueron una barbaridad, compartiendo incluso el legítimo derecho a libre determinación de la nación catalana, comprendiendo la necesidad política de rentabilizar esos siete votos trascendentales, a mi modo de ver Junts está forzando la situación llevándole al borde de la irresponsabilidad. No cabe duda de que la reivindicación clave, la condición más relevante para apoyar a la opción progresista PSOE-Sumar era la amnistía, y solo basta con valorar la escandalera que armaron la oposición política, mediática y judicial para entender que llevarla adelante con rango de ley era prueba suficiente de que Sánchez ya había jugado sus cartas, las que rehabilitaban a Carles Puigdemont, el expresident exiliado en Waterloo y símbolo de la efímera República de Catalunya.
Costó, vaya si costó, tejer esa mínima complicidad con Junts, ya que fueron necesarias intensas –humillantes para algunos- visitas y componendas al máximo nivel, pero salió adelante una vez más la difícil apuesta de Pedro Sánchez. Puigdemont pasó de ser figura referente a ser erigido en caudillo del independentismo catalán. Volvió a soñar con ser Honorable President y dedicó sus afanes a marginar a Esquerra Republicana, su rival doméstico, no quería ninguna sombra en su regreso triunfal a la Generalitat. No le salió bien y del resultado electoral salió con un ostensible resentimiento, perseguido hasta la repugnancia por el juez Llarena, humillado por un president socialista apoyado por ERC, protagonista de una perfomance bufa y de nuevo en fuga.
El fiar toda su acción política en el liderazgo onírico de Carles Puigdemont ha derivado en una demanda maximalista por el poder de sus siete votos, en una permanente desestabilización de la mayoría progresista. Bajo sus órdenes, Junts per Cat está poniendo en riesgo, y riesgo máximo, la posibilidad de sacar adelante incluso reivindicaciones catalanas de envergadura. La insensatez con la que niegan su apoyo parlamentario en protesta por la no aplicación de la amnistía a su caudillo obvia que es un juez quien la demora. Es difícil de entender que con esa estratega de cuanto peor, mejor, Junts continúe tensando la cuerda y poniendo en vilo a Sánchez a sabiendas de que la alternativa que espera a ese partido si cae este Gobierno por falta de su apoyo es la toma del poder por parte del PP –con Vox, claro- supondría quizá su ilegalización o, al menos, el fracaso total de sus reivindicaciones.