No hay acontecimiento grande, mediano o minúsculo que no venga con su polémica de diseño incorporada. Y ¡ay de quien no tome postura al respecto, que será señalado como tibio equidistante o, según pete a los contendientes de los extremos, tachado de fascista o ultraizquierdista woke! En esas volvemos a estar desde el pasado viernes, cuando París inauguró bajo el diluvio universal (o quizá era lluvia de atrezzo, ya no sabe uno) sus juegos olímpicos con una ceremonia que dejó alelados a los tirios por el canto a la diversidad y la tolerancia que contenía, mientras encabritó a los troyanos, que no vieron más que otra mamarrachada progre llena de sus mantras obsesivos de todo a un euro. Como me suele ocurrir, no me siento representado ni por los que miccionan colonia happymaryflower ni por los que supuran caspa con hedor a abrótano macho. Bien es verdad que, por comparación con la inauguración de los juegos de Londres hace doce años, lo del otro día en la capital francesa se me quedó en poco más que aquel bodrio de apertura de Donostia 2016. Suele pasar cuando estos saraos se plantean como el copón de la baraja de la transgresión. A ver si aprendemos que los transgresores de verdad no van a por ahí presumiendo de serlo.

Y, desde luego, tampoco piden perdón por las consecuencias de sus actos. Queda para la antología del malotismo chungo la nota de la organización de París 2024 presentando sus excusas a quienes se pudieran haber sentido ofendidos por la perfomance paródica, burlesca o vaya usted a saber qué de la última cena. Lo gracioso es que el genio de la lámpara responsable de la cosa sostiene que su inspiración no fue el ágape póstumo de Jesucristo sino el cuadro La fiesta de los dioses, de Jan Harmensz. Además, pedante y clasista. Vuelvo a Londres: Bond y Mister Bean son referencias inequívocas para el pueblo llano, que es quien debería ser el destinatario final de lo que se cuece en unos juegos olímpicos.