Ayer cumplí 48 primaveras y, para celebrarlo, decidimos marcharnos el finde a Las Landas. Porque el año se hace largo y ya huele a verano y vacaciones. Y también porque nos dio la gana, que a veces también hay que escuchar esos impulsos. Nuestro plan era recoger a nuestras criaturas unas horas antes de terminar la ikastola y, seguras de que les iba a hacer una ilusión de la pera, así se lo contamos dos días antes, para hacer juntas la maleta con tiempo. Cuando lo supieron, una de ellas saltó de la silla e hizo su baile de la alegría, el cual debería grabar en algún momento para enseñárselo cuando tenga 15 años. Pero la cara de la otra se transformó en pánico. Nos miró y soltó con un hilillo de voz: “¿Y cuándo voy a recuperar los lanak que hagan en la ikastola mientras no estemos?”. Sí, queridas lectoras, habéis leído bien. Mi hija de 7 años y medio, ante la expectativa de pasar un fin de semana a remojo en las piscinas con toboganes de un camping franchute, se pregunta cuándo recuperará el trabajo que no hará en esa tarde que no estará en el cole. El agobio le atrapó como una leona hambrienta y empezó a llorar desconsolada. Nosotras nos miramos flipadas, no sabíamos si reír o llorar con ella. Hasta se me pasó por la cabeza enfadarme un poco, lo reconozco, pero enseguida abandoné la idea cuando me acordé de que yo soy exactamente igual. Que somos dos gotas de agua, de tal palo, tal astilla. Zas, en toda la boca. Así que, aunque bien saben los dioses que procuro no inculcar a mis hijas mi extrema e insana tendencia al perfeccionismo y al celoso cumplimiento del deber, resulta que me ha salido una hija clon. Aquella noche me acosté con ella intentando convencerla de que la vida también debe ser disfrute y alegría. Y prometiéndole que pediríamos los lanak a su laguntzaile para hacerlos el fin de semana. Lo mismo que haré yo con mis etxerakolanak, vaya.
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