Con Feijóo nunca se sabe si habla en serio o exhibe esa proverbial retranca que los estereotipos al uso atribuyen a los gallegos. Así, lleva el hombre repitiendo en bucle desde el pasado domingo que el PP vasco ha comenzado la remontada. Es verdad que si vamos a los números de la otra noche y los comparamos con los de 2020, encontramos que hay unos miles de votos más y, lo más suculento, un parlamentario añadido. Pero si hacemos la comparativa con 2016, con una participación similar a la del 21-A, nos encontramos con que la sucursal de Génova en la pecaminosa Baskonia tuvo entonces 11.000 votos y dos escaños más. Ya he dicho uno de estos días que todo es relativo, especialmente, en el ámbito político. Y añado que, cuando vienes de una sucesión de bofetones electorales que dura dos décadas, frenar la caída se puede antojar un triunfo, pero eso no impedirá que los datos sean dignos de melancolía y congoja infinita. Basta mencionar que en 2001, el candidato Jaime Mayor Oreja (lagarto, lagarto) cosechó 326.000 sufragios. Es verdad que, al final, no le sirvieron para nada pero ahí queda el registro: más del triple de respaldo que Javier de Andrés.
Por lo tanto, se comprende la humana disposición a consolarse, pero lo del comienzo de la remontada es una exageración voluntarista. Todo lo que nos ha dicho el escrutinio es que el PP ha dado con su techo en las circunstancias actuales. Se podrá dar con un canto en los dientes si se mantiene en torno a 100.000 votos. Vuelvo, aún así, a lo de la relatividad, puesto que la cifra puede ser lo de menos si las circunstancias aritméticas les devuelven la relevancia. No quisiera este humilde escribidor despertar a los dioses de las tormentas ni ser pájaro de mal agüero, pero imaginen que mañana, en esa tanda de penaltis que es el recuento del voto del exterior, el PSE pierde los dos escaños que tiene bailando. Ahí los siete del PP se volverían oro.