De niño veía algunas tardes subir al sexto izquierda a unos cuantos ancianitos que iban a leer con la abuela de ese piso El Caso. Lo hacían colectivamente, quizá porque les aterraba pensar que ellos mismos podrían llegar a sufrir un asesinato o violación truculenta, sucesos luctuosos de los que vivía esa publicación. Por sus páginas y titulares desgarrados desfilaban pobres gentes, odios eternos entre familias, una España negra y el miedo al diferente, todo convertido, sin ningún apego a la realidad, en un caldo con el que atemorizar a la gente aleccionándola para que no se apartara del recto sendero que marcaba el nacionalcatolicismo. Ese semanario dejó de publicarse en el año 97 porque ya no tenía sentido: las televisiones habían copado el negocio, convirtiendo información en noticias truculentas, comentarios de vecinos y tertulianos, afirmaciones llenas de prejuicios y mucha fobia contra mujeres, contra colectivos vulnerables, contra las personas migrantes, contra los pobres, contra los jóvenes también a veces, especialmente si procesan algún tipo de marginalidad desde la perspectiva biempensante. El otro día, en el bar al que voy a veces a tomarme un café, volvía a estar puesta la primera cadena de la televisión pública, con un programa de esos en los que siempre hay personas desaparecidas, okupaciones, gente diciendo que tal asesino parecía buena persona o rescatando una reyerta posiblemente inventada entre dos vecinos que acabaron a hachazos. La realidad no es ese compendio interesado de sucesos, ni lo que llena la TV es lo crucial en la actualidad. Pero con ellos construyen un país enfermo que necesita mano dura. Y tanto ganan de esta maldad informativa (deformativa) las empresas privadas de seguridad como las políticas restrictivas, reaccionarias y tradicionalistas.
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