Cada año, cuando llega el momento de ajustar los relojes para adaptarnos al horario de verano o invierno nos sumergimos en un baile ritual con el tiempo. Este cambio aparentemente simple en el reloj deja su huella en nuestra vida diaria, pero, aunque no lo parezca, también en nuestra relación con el arte y la cultura.

El tiempo, esa dimensión intangible que nos envuelve, ha sido desde siempre una fuente de inspiración para los artistas. Desde los pintores impresionistas que capturaron la luz cambiante a lo largo del día, hasta los músicos que exploran los ritmos y las cadencias del tiempo en sus composiciones, el arte refleja nuestra fascinación y nuestra lucha por entender y dominar el tiempo.

El cambio horario, con su alteración de la relación entre la luz del día y la oscuridad de la noche, afecta de manera profunda nuestra percepción del tiempo y del espacio. Las largas tardes de verano, en las que el sol parece negarse a retirarse, invitan a la contemplación y a la celebración de la vida al aire libre. Por otro lado, los días cortos de invierno nos empujan hacia el interior, hacia la intimidad de nuestros hogares y, quizá, hacia la reflexión sobre el paso del tiempo y el ciclo de la vida.

Pero más allá de su impacto en nuestra psique individual, el cambio horario también tiene consecuencias en la vida cultural de nuestras comunidades. Los eventos culturales, las actividades al aire libre, e incluso la forma en que nos relacionamos con los demás, están influenciados por el ritmo impuesto por el reloj. El horario de verano nos invita a disfrutar de conciertos al aire libre, festivales de arte callejero y actividades de ocio que aprovechan al máximo las largas horas de luz. Mientras tanto, el horario de invierno nos anima a refugiarnos en teatros, cines y galerías de arte, donde podemos explorar la riqueza de la creatividad humana en la penumbra de la noche.

Sin embargo, como sabemos, el cambio horario no está exento de polémica. Muchos cuestionan su utilidad en la era actual, argumentando que los beneficios en ahorro energético son mínimos, mientras que los trastornos en nuestro ritmo biológico pueden ser significativos. Además, el cambio constante de hora puede generar confusión y desorientación, afectando negativamente nuestro equilibrio corporal y nuestra salud mental.

En última instancia, el cambio horario es un recordatorio de nuestra relación ambivalente con el tiempo. Por un lado, buscamos controlarlo, medirlo y manipularlo para adaptarlo a nuestras necesidades y deseos. Por otro lado, nos enfrentamos a su inexorable paso, a la fugacidad de los momentos y a la inevitabilidad del cambio.

Quizás, en lugar de tratar de dominar el tiempo, deberíamos aprender a “seguirle el rollo”, a aceptar su flujo constante y a encontrar belleza en su inconstancia. Como en un baile, donde el movimiento y la quietud se entrelazan en armonía, el cambio horario nos invita a encontrar equilibrio en medio de la cambiante luz y sombra de nuestras vidas.