de un tiempo a esta parte, vivimos a golpe de informe. No hay cuestión de la actualidad candente que no se dirima en un conciliábulo formado por personas expertísimas en la materia que sea. Y lo bueno es que son tantos los comités de sabios, que cada facción que defiende esto o lo otro acaba encontrando uno o varios sesudos y requetedocumentados estudios que sostienen sus respectivas opiniones.

El ejemplo más palmario es el rifirrafe sideral en torno al todavía proyecto de ley de amnistía, que ayer llegó, por cierto, al Senado, donde parece que va a pasar un buen rato en la nevera. Además del dictamen de la archifamosa Comisión de Venecia, que, avalando la norma claramente, contentaba en otras de sus consideraciones a los contrarios a la medida de gracia, nos hemos encontrado con otro buen puñado de dosieres que emitían teorías al gusto del consumidor. Fue especialmente ilustrativo que, en el Congreso de los Diputados, los letrados de un departamento difundieran el pasado noviembre un fallo favorable a la tramitación de la ley, mientras que, solo dos meses después, los jurisconsultos de otro negociado se pronunciaron exactamente a la inversa. Si conserváramos una migaja de candidez, a los profanos nos sorprendería que, a partir de la misma legislación, personas extremadamente capacitadas lleguen a conclusiones no ya diferentes sino diametralmente opuestas. Pero como hace tiempo perdimos los dientes de leche, tenemos claro que lo que inclina la balanza a babor o a estribor no es tanto lo técnico como lo ideológico. De igual modo, ha dejado de sorprendernos la doble vara en las reacciones. Si la comisión de expertos en cuestión apoya nuestras tesis, esgrimimos su sapiencia como demostración irrebatible de las mismas. Si el pronunciamiento es contrario, basta con decir que se trata de opiniones no vinculantes sin valor alguno. La verdad se queda en algún lugar del camino.