El Departamento de Educación del Gobierno Vasco ha instado a los centros a tener regulado el uso de los teléfonos móviles en sus instalaciones antes de fin año. Por si alguien albergase dudas, se aclara que regular no significa prohibir. Será cada dirección quien tome la decisión que estime más conveniente. De hecho, como recordó ayer la viceconsejera Begoña Pedrosa, ya hay numerosos centros que disponen de estas normativas que, añado yo por lo que veo a mi alrededor, no necesariamente coinciden en sus términos. Así, hay quienes han optado por la prohibición casi total o por un uso acompasado a ciertas situaciones. Resumiendo, algo de puro sentido común.
Comprendo, por supuesto, que, con la barrila mediática que estamos dando sobre este asunto, los responsables gubernamentales sientan el imperativo de emitir unas indicaciones al respecto. Y me parece especialmente correcto que, como ha sido el caso, al darlas a conocer se haya hecho hincapié en la necesidad de formar tanto al alumnado como –más si cabe– a las familias sobre la utilización adecuada del dichoso aparatito. Pero hasta ahí. Porque es verdad que este asunto interpela a las autoridades y, desde luego, al personal docente, pero la clave de bóveda está en los domicilios particulares. Somos las y los progenitores quienes debemos establecer las normas y ver el modo de hacer cumplirlas. Derivar el problema a las aulas es hacerse trampas. Reclamar que sean los gobiernos quienes nos saquen las castañas del fuego vía prohibición es algo humanamente comprensible pero, si me permiten el atrevimiento, una dejación de responsabilidades como la copa de un pino. En no pocos casos, además, añadimos un punto de hipocresía porque una buena cantidad de adultos –y yo no me excluyo– incurrimos en un uso del móvil tan poco idóneo como el que nos parece que hace la chavalería. La viga, la paja, y el ojo.