Hoy se celebra el sorteo de la lotería de Navidad y, aunque apostaría por que ninguno de mis boletos va a estar entre los premiados, reconozco que he terminado acumulando unos cuantos durante estos últimos meses. Una cosa curiosa de este sorteo, probablemente el más popular de los que tenemos alrededor, es que su éxito radica en un sentimiento tan común como poderoso: la envidia. Sí, los anuncios con los que nos bombardean para que, ya desde el mes de agosto, empecemos a comprar lotería nos hablan de la ilusión de compartirlo, pero si cada año alcanza cifras récord de ventas es realmente por el miedo que tenemos a que le toque a al de al lado y a nosotros no. Y mira si es poderosa la envidia que, objetivamente, sabes que la probabilidad de que te toque es exactamente la misma que tiene tu cuñado de que le toque a él, pero no te decides a comprar el boleto hasta que lo hace y se apodera de ti el miedo a que aparezca en el Teleberri celebrándolo con una botella de champán mientras tú no puedes dejar de maldecir el momento en el que pensaste que era mejor gastarte esos veinte euros en alguna que otra cosa que ahora ni siquiera recuerdas. Bueno, la probabilidad es la misma siempre que tú o tu cuñado no seáis alcaldes de alguna localidad de la costa mediterránea bien relacionados con algún empresario de la construcción, en cuyo caso las opciones de resultar premiado se disparan hasta el punto de que te pueda tocar el “gordo” dos o tres veces por mandato.

Digo esto para que seamos conscientes de que la lotería nos dice más de lo que creemos sobre cómo funciona el comportamiento humano. Y ahora que se acercan periodos electorales y habrá a quien le toque analizar cómo sienten y en base a qué criterios responden los ciudadanos, seguro que a alguno le vendrá bien conocer que la envidia, muchas veces, pesa más que la ilusión. No sé si esto lo habrá reflejado alguna encuesta, lo que sé es que, salvo que mañana me lleve una agradable sorpresa, a mí me ha salido demasiado caro.