La maravillosa laguntzaile de mis hijas nos confesó el otro día haber hecho algo que, sin saberlo, ya poníamos en práctica. Una de nuestras txikis tuvo un gran enfado en su gela y ella decidió apartarla del resto de sus compañeras y permitirle una descarga mientras la cogía en brazos. Nos lo contaba, diría yo, con algo de miedo, quizá comprensible en un momento en el que hemos pasado de una educación siniestra que disciplinaba a base de tortas a otra bien diferente y cambiante (quiero creer que para bien), con sus luces y sus sombras, en la que, a veces, atreverse a poner un límite es casi un delito. La laguntzaile de mi hija se lo puso porque era necesario, porque la peque pedía a gritos una buena descarga, y lo hizo de la manera que ella consideró más adecuada. Una manera que, vista desde fuera, podría resultar invasiva, radical, que no funciona con todas las niñas pero sí con la nuestra y que ojalá las adultas permitiéramos para nosotras mismas. El cerebro de las niñas es un misterio y, por mucho que se investigue, cada criatura, como persona que es, es un mundo. Pero si algo he aprendido en mis seis años de madre es que descargar la ira y la frustración es tan esencial para estar bien como reírse, jugar, comer, dormir o llorar. Que nuestras hijas nos mandan señales cuando necesitan hacerlo (nos costó entenderlas, más allá del hambre o del sueño), que sus descargas nada tienen que ver con chantajes, manipulaciones, caprichos o maldad. Quizá si, como adultas, aprendiéramos a gestionarlas, buscáramos espacios para hacerlo y comprendiéramos que forman parte del desarrollo como el resto de las emociones, si no les hubiéramos dado la espalda, si no las evitáramos de tanto que nos incomodan o las intentáramos tapar con falsas recompensas que sí son un chantaje, sinceramente creo que todo nos iría mucho mejor. Gracias Maialen, por verlo tú también.