En medio del ruido mediático que no da tregua, indulto ni amnistía, aparecen de vez en cuando algunas declaraciones que permiten iluminar la realidad del momento con un destello de verdad, imposible de encontrar en el ruido y la furia de las declaraciones más en boga.
Hace unas semanas la banquera mayor del Reino afirmaba: “Hay que pagar impuestos, pero si pagas demasiados la gente se marcha. Si pagan el 60% de lo que ganan se va a ir. Hay personas y empresas en España que pagan más del 50% de sus ingresos al Gobierno y es una falta de incentivo, no solo para los que estamos, sino que es un coste de oportunidad para los que no vienen”.
Una declaración que recuerda en cierto sentido a aquella otra de otro gran gerifalte de la política (empresarial) cuando afirmaba que las pensiones en España eran “demasiado generosas”. En fin, los datos disponibles en la oficina europea de estadísticas indican que en 2022 los beneficios empresariales netos ascendieron a 250 mil millones de euros, y los impuestos sobre las ganancias y las rentas empresariales a ascendieron a 37 mil millones, lo que representa un 15% de los beneficios declarados.
No es raro eso de que alguien pague en España más de la mitad de lo que gana al Estado, aunque no es el caso de las empresas, sino de la mayor parte de los 20 millones de asalariados, que destinan un tercio de sus ingresos salariales a cotizaciones sociales, y puede que la cuarta parte al pago de impuestos (renta, IVA, impuestos especiales, tasas locales etc.). Pero no parece que los trabajadores emigren (“se van a ir”) por los impuestos que pagan; en todo caso, es por los bajos salarios que cobran.
“No me importa pagar más impuestos, pero ¿por qué tenemos que pagar más que otras empresas? Algunos pagamos más que otros”, continúa la declaración. Es cierto que las mismas estadísticas reflejan que el año pasado los impuestos recabados por transacciones financieras y de capital, 12,6 mil millones de euros, se situaron medio punto del PIB por encima de la media europea. Pero veamos las cosas con un poco de perspectiva: en 2022 las entidades bancarias pagaron un 10% de sus beneficios declarados, y en la primera mitad del 2023, el 15%. Pero es que en los años noventa, pagaban de media anual más del 22%.
Desde la gran recesión de 2009, las entidades de depósito han declarado 33 mil millones de euros de beneficio, pero los impuestos netos abonados han sido negativos en 2,6 mil millones (resultado global achacable a haber declarado pérdidas de 17 mil millones en 2011, 87 mil millones en 2012, 700 millones en 2017 y 1,5 mil millones en 2020). Cifras ciertamente apabullantes que pueden hacer perder la noción de la realidad, porque “pérdidas” en sentido estricto (las que resultan de restar de los ingresos los gastos de explotación, las dotaciones y las pérdidas por deterioro del valor de los activos financieros propiedad de los bancos) solo hubo en 2012 , por importe de 56 mil millones (¿recuerdan las cajas de ahorros, desamortizadas con un cheque de 60 mil millones de parte de toda la ciudadanía a la banca en proceso de centralización acelerada del capital? Pues eso). Y es que cuando uno se acostumbra no a pagar sino a cobrar de Hacienda, lo poco en el sentido inverso parece mucho.
Los comentarios siguen con la siguiente apuesta de política tributaria: “En Europa queremos tener una sociedad más justa y no dejar a nadie atrás, como sugiere el modelo de EEUU. La palabra clave es la competencia. Me encanta competir por crecimiento. Pero esto no se puede convertir en una carrera donde se suben los impuestos a las grandes empresas. Se pueden tener menos impuestos y a todo el mundo le va mejor.”
Cuando Pedro Sánchez dice en su discurso de investidura que las protestas de la derecha contra la amnistía es un espantajo para disfrazar su profundo rechazo a pagar los tributos que les corresponden, apunta a la realidad velada (o quizá no tanto) del carácter terriblemente reaccionario de gran parte del capital español, que no quiere entender que solo con el impulso fundamental al gasto público se puede desarrollar las infraestructuras que necesita el “crecimiento”. Y solo con el gasto público en la salud, educación y condiciones de vida de los ciudadanos, pueden estos trabajar en pos del mentado “crecimiento”. Y por supuesto, tener una sociedad más justa y que no deje a nadie atrás requiere más transferencias de renta entre los que tienen de sobra y suficiente hacia los que les falta lo necesario, y esto no lo puede organizar la iniciativa privada con bancos de alimentos y caritas diversas, en la dimensión que se requiere en un país con más de la cuarta parte de su población en riesgo de pobreza o exclusión social, y casi un 10% que son pobres de solemnidad.
Como tampoco es capaz la iniciativa privada, sin el concurso del gasto público, de generar los 3 o 4 millones de empleos que faltan para tener una economía capaz de aprovechar todo el potencial de trabajo de su población, en línea con la capacidad de generar empleos en las sociedades más avanzadas de Europa.
La contribución actual y pasada de las empresas a estos esfuerzos deja mucho que desear. España recaudó en 2022 casi tres puntos menos del PIB en impuestos y cotizaciones sociales que la media de la Unión Europea, es decir que faltaron para igualarse a la media unos 39 mil millones de euros, principalmente en el IVA (6,7 mil millones menos) y en los impuestos sobre la renta personal (5,4 mil millones menos) pero sobre todo en la tributación de sociedades (8 mil millones menos) y en impuestos sobre la producción (otros 8 mil millones). Y eso que la “media” comunitaria esconde disparidades tan clamorosas como las que van del 48 por ciento de recaudación de Francia o el 45% de Bélgica al 22% del paraíso fiscal irlandés. Pero incluso en este último país, la contribución de las ganancias empresariales a la factura común es superior a la española (4,5% del PIB frente al 2,7%).
No parece sin embargo que existan las condiciones políticas para abordar una reforma fiscal de calado, que necesariamente tiene que incluir un reequilibrio de la carga tributaria entre sectores sociales, pero también un cambio en las políticas de asignación de los recursos tributarios, con mayor participación social, transparencia y mejora de los procedimientos de evaluación de impacto, etcétera. Habrá que contentarse pues con seguir siendo una economía desarrollada pero de segunda división, abocada a discursos demagógicos enfrentados como “que paguen los ricos” y “bajar impuestos para recaudar más”. Aunque entre demagogias también hay categorías: mientras que una hace referencia a una realidad, la desigual carga tributaria entre clases sociales, que no se resuelve solo con lo que puedan aportar esos seres dotados de la condición abstracta de “ricos”, la otra oculta el proyecto de reducir el Estado social a un estado de beneficencia. El paraíso de los padrinos de la nueva derecha española. Y que Dios nos coja confesados.
Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU