en estas semanas turbulentas, me he dado cuenta de que soy animal de costumbres sencillas cuando funciono en ese modo supervivencia del que hablaba el lunes pasado. Seguramente todas, en algunos momentos, elegimos ciertas cosas que nos aportan paz mental, sean profundas o insulsas. Mi pareja siempre encuentra refugio en el campo o en la lectura, yo también en la música, en mis libros de recetas o en una sala de cine. Habrá quien lo haga en una copa de vino en buena compañía, o en solitario abrazada a filosofías más espirituales como el yoga o la meditación. Pero, cuando careces siquiera de tiempo para esconderte del mundo en el seno de esos placeres que te hacen tan feliz, creo importante tener un plan B que libere tu mente rápidamente y en cualquier lugar. Y, sin duda, debo confesar que éste para mí es la única e inimitable máquina quitapelusas. Sí, sé que esta columna podría semejarse a un anuncio de teletienda, pero diré en mi defensa que nunca en esa propaganda han contemplado el gran beneficio para la desconexión mental que tiene masajear un jersey lleno de pelotas con esa maquinita, logrando poner la mente totalmente en blanco. De nuevo, agradezco a mi madre el habérmela descubierto. Para ella fue un hallazgo eminentemente pragmático, en mi caso, lo ha sido tranquilizador. Es encender el chisme y escuchar su ruidito suave y constante y trasladarme a otro lugar, no sé dónde, pero lejos. Es darle al botón y permitir a mi cerebro marcharse de aquí por un rato, gracias al suave ronroneo de las cuchillas cortando bolitas de pelusa. Así que, cuando mi vida esté patas arriba, seguramente me encontréis en mi casa, paseando suavemente este aparato por un jersey que prometía mejor calidad, inmersa en su dulce ruido blanco, con una leve sonrisa de Mona Lisa en mi rostro, donde las ojeras han venido para quedarse. Perdonad si en ese momento no os hago caso.