No pude acudir el sábado al 50 aniversario de mi ikastola, me separan 9.670 km, la distancia entre San Adrián en Bilbao y en barrio de Miraflores en Lima, Perú. Me hubiera encantado estar, retomar contacto con los amigos y amigas de clase, recordar viejas batallas, ese maisu o andereño que te recuerda, reírnos del martirio de las clases de latín o comparando nuestras panzas de cuarentones. La vida, en definitiva.

Mis recuerdos de la ikastola

Le debo mucho a mi ikastola. Lo que aprendí allí me dio los valores para desempeñarme profesionalmente en diferentes lugares del mundo, sin ninguna limitación ni de conocimientos ni culturales, sentir en euskera, pero vivir y convivir en cualquier otro idioma. Todo ello a pesar de que no fueron años fáciles para mí, igual que para muchos y muchas, pues todavía eso del apoyo emocional a los niños estaba por inventarse, cada uno lo llevaba como podía.

Era una ikastola especialmente diversa en las procedencias de los estudiantes, sin que hubiera ninguna distinción, tu aita podía ser ertzaina; tu ama, tener un bar cerca de la plaza de toros o trabajar en BBK, en una peluquería, ser funcionario de hacienda o no trabajar, daba igual. Esa es una riqueza que se valora cuando vives en países de extrema desigualdad como Perú y donde la procedencia y el bolsillo marca tus amistades y relaciones.

Pero hay un asunto que se nos cruzó por el camino cuando teníamos la edad de construir sueños, interpretar el mundo, la sociedad, en los años de la rebeldía, de la ingenuidad, de querer cambiar el mundo rápido y a tu manera. Fue ETA y la violencia que empañó a varias generaciones de jóvenes en Euskadi, también la mía.

Tarde o temprano nos tocará dialogar de ello, para sanar, comprender, compartir cómo lo vivimos, aprender y pasar página. Porque en mi ikastola como en gran parte de los espacios colectivos en Euskadi, sobrellevábamos todo ese drama con largos silencios.

ETA ponía una bomba. No se decía nada, se convocaba un paro por parte de Jarrai a favor de la causa que fuera, y se votaba que sí para no ir a clase. Sabías perfectamente quiénes se encapuchaban los sábados para ir a la kale borroka, pero nadie decía nada. Se hablaba a favor de ETA con total normalidad e impunidad.

Nunca hubo en mi ikastola ninguna instigación a la violencia de ningún tipo, ni justificación, nada. No recuerdo ni la más mínima insinuación ni justificación. Pero tampoco tuvimos una cultura de paz, un rechazo. Únicamente recuerdo uno de los maisus que nos propuso una mesa debate en tercero de BUP, con 16 años.

Pero el espacio público y el debate entre los jóvenes lo podían tener especialmente quienes justificaban las bombas, tiros en la nuca e impuestos revolucionarios. Las caras de prepotencia eran las suyas y tocaba callar mucho, para no tener más problemas. Me sentía incomprendido y solo.

Cada uno lo vivió como pudo. Unos se acercaron a la violencia más de la cuenta, generando dolor, y también en ocasiones pagando un precio desproporcionado e injusto por lo que hicieron. Otros hacían como si ese dolor y crueldad no existiera, algo perfectamente comprensible entre jóvenes que éramos. Y condenarlo fue muy difícil. Todo era silencio. Y todos estábamos juntos, nos copiábamos en los exámenes y salíamos a jugar después de la ikastola también juntos.

Era más fácil justificar la violencia en sus diferentes intensidades, vestir su estética, ser parte gregaria era lo que estaba de moda. Fuimos únicamente cuatro personas en toda la ikastola las que llevamos lazo azul y todavía recuerdo la sonrisa ladeada del conserje cuando nos vio, aunque nunca hubo ni la más mínima intimidación explícita por ello.

Todavía vivo aquellos años con dolor y rabia. Me gustaría que se me pasara con el tiempo, pero no sucede, es una bola pegajosa y cada vez mayor la necesidad de expresarlo, ahora que somos todos adultos y han pasado casi 30 años. Porque la distancia con mi ikastola es también emocional, y no quisiera que sea así, necesito que cambie, me ha costado un esfuerzo grande recordarla y cuando lo ha hecho ha sido un huracán dentro de mí.

Hace unos meses me encontré con una antigua amiga en Madrid, hablamos de este asunto largo, fue uno de esos encuentros inesperados y terminamos conversando largo de este tema, cómo cada uno de nosotros vivió la violencia que Euskadi sufría. Fue sanador poder compartirlo, ver que había tanto en común, te situaras donde te situaras aquellos años. Esto me confirmó la necesidad que hay de sacar ese dolor que llevamos dentro.

Y hace unos años tuve también un encontronazo con un amigo de clase en las redes sociales. Le admiro y tengo cariño, pero en ese momento estábamos (y posiblemente estemos) en las antípodas ideológicas. La película Maixabel me revolvió también el estómago por una semana, uno de sus actores era compañero de clase, y lo hace fantásticamente bien, pero me recordó otra vez todos aquellos años juntos.

Espero que no tengan que pasar otros cincuenta años para que podamos progresivamente hablar y reencontrarnos sobre lo que supuso la violencia de ETA en las ikastolas. Enfrentar con valentía la memoria crítica, porque hemos tenido la altura de preservar las relaciones en los momentos más duros y tenemos ya la capacidad de verlo con cada vez mayor perspectiva, solo eso nos permitirá profundizar en los valores democráticos como sociedad, y la no repetición. l

Profesor sobre democracia en la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Director de The Sherwood Way y ex director de Oxfam para América Latina y Caribe. Escribe desde Lima, Perú