De las muchas batallas que en mi casa se libran a diario hay una, sin duda, que me resulta de lo más cruenta: la de levantarse por la mañana cuando no han puesto ni las calles. Ya he hablado de esto en alguna otra ocasión pero, como os habrá pasado a vosotras, queridas lectoras, este asunto evoluciona a la par que lo hacen otros, conforme nuestras hijas cumplen años. Y eso no quiere decir que lo haga necesariamente en la dirección que a nosotras nos gustaría, ¿verdad?

Por ejemplo, en mi caso, antes me desesperaba por la lentitud con la que se desarrollaban los acontecimientos matutinos en nuestro hogar. El reloj se comía los minutos y allí no se había despertado ni el tato. La aguja avanzaba y la ropa que habíamos preparado el día anterior seguía doblada sin un cuerpecito en su interior. El tiempo apremiaba y el desayuno se enfriaba sobre la mesa. Y yo resoplando.

Sólo diré que la mayoría de las canas que tengo se deben a aquella época. Sin embargo, hoy en día hemos avanzado en rentabilizar el tiempo de vestirnos y desayunar, pero nos sigue pesando sobremanera el acto de abrir los ojos y ubicarnos conscientemente en este mundo o, dicho de otro modo, despertarnos. Ahí voy yo con la diana como una sargenta, delicada pero firme, porque encima no hay peor cosa que te despierten vociferando. Y me encuentro a mis criaturas dormidas en la cama, debajo de ella, detrás del sofá o, atención, sentadas en la taza del váter, que no sé cómo todavía no se han ido por el desagüe.

Prometo que nuestro problema no es que seamos negligentes con la hora de acostarnos. “Ama, es horrible tener que levantarse cuando todavía es de noche, no es justo”, bosteza una de mis pequeñas. Y, aunque a mí me toque el papel contrario, creo que tiene razón. Porque no es justo. Es, simplemente, que la vida de las adultas siempre se impone demasiado pronto a las necesidades de nuestras hijas.