Ya saben aquello de que lo poco agrada y lo mucho cansa. Pues eso es ni más ni menos lo que sucede con el turismo estos días en muchos lugares bendecidos por su “marco incomparable”.
Sucedió en Venecia, donde los vecinos estaban hartos del ruido del trasiego de los carritos de los turistas; ha pasado en Barcelona, meta soñada por los estudiantes europeos para licenciarse en Sodoma y Gomorra, y desde hace tiempo viene sucediendo en Donostia donde, dicen, ya no cabe un visitante ni un pintxo más. Los vecinos se quejan y la amabilidad de otros tiempos hacia el foráneo se ha convertido ahora en hartazgo cuando no en hostilidad.
¡Qué tiempos aquellos en los que se acompañaba al turista a su destino en un alarde de civilidad y con la esperanza de que volviese a visitarnos! ¡Eran tan majos y educados aquellos turistas! Algunos incluso se interesaban por nuestra cultura y costumbres.
Estos días, el ayuntamiento de Donostia ha decidido poner freno al caballo desbocado del turismo masivo y suspender durante un año la concesión de permisos para apartamentos turísticos y nuevos hoteles. La medida se aplicará en las zonas más codiciadas por los turistas que en Donostia son casi todas.
Todo parece razonable, sí. Un modelo económico basado en el turismo de masas que rompe la cohesión social y las condiciones medioambientales no parece la mejor tarjeta de visita. Pero, me pregunto si todas estas consideraciones son capaces de vencer lo que realmente subyace bajo este modelo de turismo, es decir, la especulación inmobiliaria y la primacía del dinero. ¿El beneficio que deja ese turismo masificado no tiene consecuencias en las estructuras sociales de las ciudades o incluso en la de los propios países?
Las tiendas del barrio, los cafés, las ferreterías, los bares familiares, todos parecen haber desaparecido de nuestras vidas en estos últimos años. Muchos se han convertido en tiendas de baratijas turísticas, locales lúgubres de kebab, franquicias en las que lo mismo te sirven un sushi, un café vienés, o un queso de La Mancha, con la certeza de que nunca saben como el producto original. Los vecinos mayores siguen la misma estela que los comercios, los cafés y los bares; también se van para ser reemplazados por pisos turísticos donde prevalece el anonimato o el ruido dependiendo de los vecinos de turno.
Confieso que me encantaban algunas ciudades europeas como Lisboa, Dublín o Londres, ciudades con pocas concesiones a la galería, pero eran diferentes y tenían un carácter específico que en algunos casos han ido perdiendo. Como les ha sucedido a otras han pasado de ser espacios de trabajo y de relación a ser un producto que hay que vender. Y la gente compra, aunque el precio sea exorbitante, como es el caso de Londres, donde hasta hace unas décadas se podía vivir razonablemente sin ser millonario.
Algunas veces las miradas exclusivamente estéticas sobre las ciudades no nos dejan ver la dura realidad cotidiana de sus habitantes. Me pasa a mí mismo en la que es mi ciudad. No abogo por la fealdad ni la grisura de mi Bilbao infantil. Aún así, siempre fue un lugar acogedor y abierto. Se ha mejorado con gran esfuerzo, es verdad, pero ahora que ya no vivo en ella y me adentro en el Casco Viejo mi corazón se inquieta cuando la veo rodeada de cantidades ingentes de turistas y franquicias que he visto en otras muchas ciudades. También se puede morir de éxito.
Periodista