La gran conquista de este verano ha sido la letra r. Mira que es puñetera, la tía. Lo saben las logopedas y una de nuestras hijas. Confiando plenamente en el trabajo de las primeras y siguiendo los consejos de una amiga que lo es y la conoce, decidimos también ponernos un plazo y confiar en su desarrollo. Yo, artista de la vida (como todas lo somos) y de mi voz, también soy gran sabedora de lo difícil que es pronunciar la maldita r. Que se lo pregunten a las profesionales del mundo de la grabación, que han tenido que repetir conmigo tomas y tomas de locuciones con frases del tipo surcaban trotando los tres ríos rebosantes o portaban rimbombantes trajes de rojizos rasos... Siendo sinceros, la r perdida de nuestra hija a ella no parecía preocuparle en exceso. O, al menos, desde luego, muchísimo menos que a otras personas de su entorno cercano, que poco menos vaticinaban para ella un futuro debajo del puente si no poníamos remedio enseguida. Las adultas somos así. Nunca dejaremos de pensar que todas las niñas tienen que hacer las mismas cosas al mismo tiempo y que, de lo contrario, pasarán a ese temido grupo de parias, que cada vez engrosamos nosotras mismas con nuevas taras. Sin embargo, creo que nuestra muchachita simplemente confiaba en ella misma. Yo, de vez en cuando, le recordaba que no había prisa, que su r estaría escondida en su paladar, justo detrás de los dientes, y que sólo hacía falta que un día conociera a la punta de su lengua y se hicieran amigas. Y el caso es que así fue. Una mañana de playa, recién sentada en el coche, le oí decir el nombre de su hermana, acabado en r, con una pronunciación limpia y clara. Todas nos quedamos de piedra. Y vale, sí, le grabé un vídeo de la emoción. Y lo veo de vez en cuando. Y se lo enseñaré cuando sea mayor para recordarle que siempre está bien pedir ayuda y que todas las cosas también llevan su tiempo.