Qué tendrán los senos femeninos que, como contaba la semana pasada, tanto nos alteran. Sigo yo a vueltas con el tema del pecho, que en la vida en general y en mi familia en particular, trae mucha cola. Centrareme esta vez en el amor que le profesa una de mis hijas que, al igual que la otra, mamó hasta bien mayor pero, a diferencia de su hermana, todavía le cuesta despedirse de esa etapa. Soy fiel defensora de la lactancia, seguramente porque a mí me fue muy bien. Y soy fiel respetuosa de las que la rechazan o la han dejado, porque hay que estar ahí para sostenerla. El romanticismo del que se intenta rodear esta práctica, sin duda tan natural, a veces dista mucho de la vivencia real y personal y, desde luego, ahora mismo es difícil de sobrellevar con nuestra vida. Pero yo estuve inmersa en ella, con dos hijas completamente diferentes, la una que decidió dejarla motu propio y la otra que, a sus casi siete años, seguiría con ella con mucho gusto. Cuando, en su caso, fui yo la que le planteó unilateralmente el final, no puedo decir que fuera algo dramático pero, después de un tiempo, me doy cuenta de que ella sabe que mis tetas siguen ahí y, de alguna manera, las sigue sintiendo como suyas. Esto, que así leído podría ser tan bonito, resulta en ocasiones bastante incómodo. Aunque haya intentado explicarle, por activa y por pasiva, que mis senos son míos y de nadie más y no dos agradables, blanditas, calentitas y achuchables (así las define, con estas palabras) partes de mi cuerpo a su entera disposición, no hay manera. Mi hija es una ninja en cuestión de aparecer de improviso, esté lo que esté haciendo o esté con quien esté hablando, para achucharlas y decirles (que no a mí) cosas como “vosotras sois mi mundo” y no hay día que se vaya a la cama sin desearles “buenas noches, preciosas”. Tengo la esperanza de que esto no se alargue hasta los 18, pero no sé yo…