Una noche de frenético recuento electoral, generadora de un trepidante carrusel de emociones alternas, aboca a la inestabilidad a un país partido sin remisión en dos bloques. Una victoria del PP mucho más timorata de la que presumían las encuestas y una numantina resistencia del pétreo Sánchez alientan el fundado riesgo de un desalentador bloqueo en medio de una pretendida recuperación económica y de una inmediata exigencia de la UE al ajuste del gasto presupuestario y de la reducción de la deuda. En medio de la surrealista situación derivada de las urnas, tampoco sería de extrañar que elementos exógenos pero influyentes como Carles Puigdemont hicieran valer sus exigencias desde Waterloo para dinamitar esa mayoría que la izquierda española acaricia después de su dulce derrota.

Sánchez es mucho Sánchez, sobre todo cuando se siente acosado y hasta maltratado. Además, la ultraderecha da miedo. Y el candidato del PP arroja poca confianza, en especial en situaciones de riesgo intelectual y sinceridad. Así podría explicarse el corolario de factores que han deparado el resultado más hiriente para la credibilidad de las empresas de sondeo, incluida el CIS. El despilfarro económico de algunos grupos editoriales no tiene perdón.

La remontada de la izquierda, cuando nadie daba un duro por ella, era mucho más que el fogonazo de un estado anímico. Suponía la progresiva traslación al voto de esa intención olvidada, o incluso despreciada, en las encuestas a modo de repudiar el terror que desprendía visualizar a Abascal en un futuro gobierno augurando la pérdida de derechos irrenunciables. También el castigo a unos zigzagueantes acuerdos en varias autonomías, tras el 28-M, difícilmente asimilables para el sentido común y el sosiego. En definitiva, el declive por deméritos propios del PP y de su candidato en una última semana de campaña deprimente que disuelve como un azucarillo los prometedores resultados que mayoritariamente se le presumían.

A su vez, la contumaz resiliencia del PSOE, y en particular de su intocable líder, asombra principalmente a sus rivales más acérrimos. Apenas mes y medio después de sufrir a ras de calle un bofetón, que no varapalo, en las elecciones locales y autonómicas se ha rehecho solo y en compañía de los errores de una derecha que todavía sigue provocando escalofríos cuando se trata de pilotar todo un país.

Con todo, no es menos cierto que el bipartidismo vuelve a dar otro zarpazo. La humilde condición de meras comparsas a las que Sumar y Vox quedan desplazados, más allá del premio de consolación de ese tercer puesto en el podio electoral, alienta el revival de tiempos pasados, pero que nunca volverán. La irrefrenable hostilidad entre PSOE y PP adquiere tales dimensiones que ambos se ven impelidos a recurrir a sus respectivas muletas para ahormar una mayoría parlamentaria. Ahí encuentran Abascal y Yolanda Díaz su tabla de salvación a la espera de que les llamen para sumar apoyos.

La humillación queda para ERC, que sufre otra noche de truenos. Tras la sacudida encajada a finales de mayo, ha vuelto a sufrir otro duro castigo del electorado, que le aboca al rincón de pensar. La sensible pérdida de músculo en el Congreso, relegados rabiosamente a una posición idéntica a la de Junts, despierta todas las alarmas en la dirección del republicanismo independentista catalán. ¿Qué hacer ahora? Las escenas de sofá con Sánchez sin avance alguno en la mesa de diálogo han resultado deprimentes. Otro apoyo a un gobierno de izquierdas sin el compromiso por escrito de un referéndum pondría a Oriol Junqueras y a la Generalitat al borde del desprestigio entre la causa soberanista, donde ahora se les examinará con lupa y sin paños calientes. Y Puigdemont de espectador.