Esta Semana Santa me enfrento al reto de escribir mi homilía dominical desde Armintza, ya saben, un coqueto puerto en la costa de Bizkaia, relajándome, del sofá a la cama y de la cama al sofá, para poder afrontar el trepidante periodo que se nos avecina.
Leo, desde la distancia, páginas y páginas sobre la saturación turística de Donostia e imagino, ironía mediante, las calles y plazas de Amara, Egia, Intxaurrondo, etc, barrios fuera del propio centro, abarrotadas de miles de turistas. Naturalmente que la situación es bien distinta en pleno centro y en zonas como la Parte Vieja, Gros y zonas de Antiguo, pero es lo que tiene ser una ciudad tan bella y agradable donde, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por impulsar la ciudad como referente de ciencia e investigación, la tradición histórica de la Bella Easo se impone y el turismo, cobra una fuerza inusitada.
Imagino, ironía mediante, que esos donostiarras agobiados por las hordas de turistas, por no mencionar esos guipuzcoanos del territorio solidarizándose con los de la capital, optarán todos ellos por un turismo de cercanía, kilómetro cero, sostenible a tope, ecofriendly y que, por supuesto, ni se les ocurrirá ni acercarse a Barcelona, Sevilla, Praga, Londres…, ciudades donde el turismo masivo y masificado hace estragos y, mucho menos, optarán por albergarse en esos malévolos pisos turísticos que copan los barrios céntricos y expulsan a los hasta ahora vecinos al extrarradio, lo que viene a denominarse, la gentrificación. Por no mencionar a mis amigos de las happyfurgos que invaden el Pirineo y los Picos de Europa, eso sí, montañeros todos ellos, que intentan, sí o sí, subir con su vehículo hasta la propia cima.
Pues bien, en esas estamos cuando los medios de comunicación vascos nos informan, a bombo y platillo, como una magnífica señal de normalidad, que los aeropuertos vascos están a rebosar de viajes de ida y vuelta, miles de vuelos en un solo fin de semana y miles de vascos desplazándose a destinos sostenibles, por supuesto.
Los vascos, al igual que el resto del mundo, hemos olvidado bien pronto las conclusiones que sacamos durante el confinamiento pandémico y la importancia de disfrutar de lo sencillo, cercano y de lo verdaderamente importante, la familia y nuestro territorio más próximo. Por su parte, los baserritarras, esa gente que gestiona la inmensa parte de ese territorio cercano, observan incrédulos que, mientras la mayoría de la gente se ha lanzado a consumir y viajar con desenfreno, por otra parte, se sigue manteniendo la creencia de que es la ganadería, sobre todo, las vacas, la principal responsable de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Al parecer, una gran parte de la sociedad, aun siendo conscientes de que los principales culpables del cambio climático son la energía, el transporte y la industria, haciendo suyo el lema de que la realidad no te estropee la noticia, prefieren cerrar los ojos y aferrarse al cliché de que el cambio climático es consecuencia de la ganadería y no de su trepidante modo de vida, repleto de gasto energético, transporte en vehículo privado y viajes cada dos o tres meses. Mejor, según ellos, fijar a las vacas como objetivo, antes de que alguien se percate de la realidad y les (nos) fastidie su modo de vida.
Señalar la ganadería y, más concretamente, la producción de carne como uno de los principales culpables del cambio climático ha puesto la alfombra roja a todos aquellos gurús, megamillonarios y fondos de inversión que, planteándolo como solución al supuesto problema generado por la ganadería, han destinado ingentes fondos para impulsar la producción de carne sintética. Nos intentan convencer de que es la solución al cambio climático y la alternativa más viable para alimentar a la población mundial que crecerá exponencialmente de aquí al 2050. Nos ocultan, por otra parte, que ese producto no es más que un ultraprocesado elaborado por cientos de materias, algo antinatural y que, con su generalización, el mercado de la carne dependerá, no como hasta ahora de millones de ganaderos, sino de cuatro empresarios y fondos de inversión. Queda claro que, además de empresarios, son insaciables.
Por ello, el sector ganadero europeo mira con envidia cochina la reacción del Gobierno de Italia, que ha decidido prohibir tanto la producción como la comercialización de carne sintética en defensa de su soberanía alimentaria y de su cultura gastronómica y confía que otros gobiernos, sean del nivel administrativo que sean, sigan los pasos del italiano.
Mientras tanto, seguiremos con la espada de Damocles de que este ultraprocesado artificial se imponga y nuestra ganadería familiar se vaya al garete, mientras los consumidores se llevarán a la boca algo que desconocen qué es y sin saber, si es natural, artificial, fruto del metaverso o de la inteligencia artificial y de su puñetero chatGPT.
Imagino, buscándole el lado bueno, que si uno consume esa carne sintética, al ser algo artificial, no necesitará de bula para saltarse la vigilia.
Miembro del sindicato ENBA