Alguna vez hemos podido oír, incluso leer, en diversos foros que si los museos e iglesias se fusionaran con los bares, habría clientela a tutiplén para todos ellos. Afirmación que no deja de ser una boutade. Porque para orar y para contemplar arte se necesita cierto recogimiento: el bullicio no suele ser buen compañero de la introspección. Pero quién sabe, ahora que dicen que faltan curas en las iglesias, si éstos descendiera de vez en cuando del púlpito, bandeja en mano, para ofrecer a los feligreses unas copas, mientras el órgano radia la litúrgica música de rigor, su clientela podría multiplicarse como los panes y peces de Jesucristo. Escuchar la Toccata en re menor de Bach, mientras se paladean algunos vinos tradicionalmente usados para la misa –como un Moscatel, Mistela, Tarragona o Terra Alta– puede ser también una experiencia tirando a mística. “Renovarse o morir”, como decía en su día Miguel de Unamuno.
En cuanto a los museos, pocos son los que no tienen su bar o cafetería bien a su vera. Quizá éstos deberían trasladar el dispositivo hostelero al epicentro de su infraestructura museística y dejar que los turistas culturales puedan pasearse por las salas expositivas con una copita de Moët & Chandon en mano. Que el vino, si es blanco, no mancha ni aunque se derrame encima de la Mona Lisa. Y ya de pagar entrada para ver una muestra de arte contemporáneo, que ésta incluya una consumición puede ser, como dicen los expertos, innovador a tope. El I+D que no falte en el arte.
Pero la cultura y el arte no solo discurren por museos y centros culturales, sino que también pueden fluir en otros lugares más mundanos, como pueden ser los bares. Como hemos visto en un sinfín de westerns, ya en la época del lejano oeste americano la música en cantinas y tabernas tenía su aquél. En todas ellas, no podía faltar un pianista. Incluso, si el local era relevante, también cantantes y bailarinas de cancán estaban a la orden del día.
Incontables películas, novelas, canciones, pinturas… a lo largo de la historia de todas las artes han encontrado en la figura del bar a un importante protagonista, pues son lugares vivos en los que pueden vivirse todo tipo de emocionantes aventuras… o desventuras.
En los bares se dan cita desde conciertos de bandas locales hasta heterogéneas sesiones de Disk jockeys, que mezclan y sirven al público sus “cócteles” musicales. Pero todas estas propuestas necesitan de un envoltorio visual para ser difundidas. Es ahí donde entra el trabajo de los diseñadores gráficos. Diseñadores que muchas veces forman parte del círculo social de los dueños de los bares o de los músicos en cuestión. O incluso también puede darse el caso, por qué no, que compatibilicen el arte del diseño con el de la hostelería y la música. Como es el caso de Pablo Stoned, que inauguraba ayer mismo una exposición de sus trabajos en Zas Kultur de título ¿Vas a hacer cartel?. Una cita ineludible con las cultura que bebe, nunca mejor dicho, de los bares.