Escucho una intervención del psicólogo Alberto Soler sobre las diferencias entre hombres y mujeres en la actualidad, en el ámbito de la crianza y el mundo laboral. Asegura Soler que las mujeres, hagamos lo que hagamos, nunca llegaremos a hacer suficiente, por exceso u omisión. Si una madre, pongamos por caso, decide volver al trabajo, se convierte a ojos de muchas personas en una mujer que desatiende a sus hijas y a la que sólo le importa su ambición. Si, por el contrario, opta conscientemente por dedicarse al cuidado de sus criaturas, creen que echa su vida a perder haciendo nada. Por contra, cuando un hombre lleva a sus hijas al parque, al cine o al cole, para muchas ya es un auténtico padrazo. Y si se centra en su carrera laboral, lo hace porque quiere dar lo mejor a su familia. La reflexión de Soler viene acompañada de otra, la de la necesidad urgente de cambiar nuestra mentalidad. La de todas, seamos hombres o mujeres. A veces me levanto optimista, pensando que puedo sembrar algo desde mi persona y mi familia para ese cambio. Otras, me levanto con una nube negra sobre mi esperanza. Son esos días en los que leo noticias terribles. O en los que siento que, a veces, las mujeres, somos nuestras peores enemigas. Días en los que tengo dudas sobre si nuestras decisiones son realmente nuestras o queremos creer que lo son. Yo no necesito una campaña del Día de la Mujer con mujeres de ojos desafiantes y posturas agresivas. No necesito una decena de convocatorias de manifestación, una por cada colectivo de mujeres. No necesito otra guerra. Yo no quiero morir por ser quien soy. Tengo claro que el cambio es urgente y que yo no lo veré. Pero también sé que solas no podemos, que no lo conseguiremos disgregadas y, sobre todo, que estamos equivocadas si creemos que sólo es nuestra lucha. Porque no debería ser la pelea de unas, sino la meta de todas. Sin importar el género.