Habrá tanques para Ucrania. Tanques potentes, tanques fetén, tanques que matan mucho y destruyen mucho. ¡Más madera!, que diría Groucho Marx. Más tanques para esa guerra que iba a ser relámpago y no escampa después de casi un año. Esa guerra que, en lugar de acabarse, se ha enquistado de tal manera que puede llevarnos a todos al desastre. Mientras tanto, el personal que no sea ucraniano sigue viviendo su vida con sus festejos, sus costumbres, sus rutinas, como si a un par de horas de avión no estallaran los misiles, no se derrumbasen los edificios con la gente dentro, no se estuvieran enterrando cadáveres y atendiendo heridos cada día y todos los días.

¿Están todos locos?

La verdad es que los que pertenecemos a un bando, en este caso a Europa y la OTAN, apenas tenemos conocimiento de qué cable se le cruzó a Putin para invadir Ucrania, ni qué problemas se cocían en este país mientras en él mandaba Volodímir Zelenski, ni el carácter populista de su improvisado partido Servidor del Pueblo, ni su decidida apuesta por integrarse en la UE con todas sus consecuencias, ni en qué consistía el Acuerdo de Belavezha firmado en 1991 entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia, ni cómo fueron tratados por Zelenski las comunidades pro rusas del Donbás, ni cómo Rusia se apropió de Crimea sin que nadie chistara en Europa… En fin, que de pronto, hace casi un año, los tanques rusos entraron en Ucrania, la población aterrada se desparramó en huida hacia este lado de Europa, comenzaron a verse en la tele los cadáveres, los refugios, el trepidante ir y venir de Zelenski con su camiseta de camuflaje por todos los photocall occidentales… el horror de la guerra.

Nuestra sociedad –para qué engañarnos, el capitalismo euroamericano– tomó partido pero de lejos, sin mancharse demasiado, limitándose a castigar al malo bloqueando sus cuentas, privándole de sus trueques comerciales, enviando material militar de desecho al ejército ucraniano, amagando y no dando porque Rusia es mucha Rusia y una tonelada de gas pesa mucho más que una tonelada de maíz, que la máquina no pare aunque los de más abajo pasen hambre. Más caro, más gravoso para las clases populares, pero que no decaiga y siga funcionando el sistema, porque alguien aprovechará visto lo visto, o sea, siempre hay quienes se enriquecen en las guerras.

Uno se pregunta para qué sirven los diplomáticos si al final deciden los fabricantes. De armas, en este caso. Y, si me apuran, concretaré en los fabricantes de armas norteamericanos, europeos, rusos y chinos. Ya puede hacer Macron ballet en puntas o Erdogan la danza del vientre. Lo importante es aumentar la tensión para asentar el principio si vis pacem para bellum, si quieres la paz prepara la guerra y acelérese la producción de tanques, misiles, drones y obuses, envíese si fuera preciso carne de cañón de reenganche y, sobre todo, amenácese con el apocalipsis nuclear.

No tengo ni idea de cómo acabará esto, pero no consigo dejar de pensar en la posibilidad de que en este caos de intereses, en esta locura de dominantes, a alguien se le ocurra probar el primero la demencia nuclear y desgracie la vida de nuestros hijos y nietos.

La vida sigue, decía al principio, pero la iremos dejando de disfrutar a medida que vaya creciendo la angustia y la alarma ante la posibilidad de que todo vaya a peor, a mucho peor, por la ambición de unos pocos y la soberbia de otros tantos.